1ra. noventosa

Luego de una semana de reconexión, no sé si emocional o de hacer que ciertas tareas pendientes encuentren el sudor necesario para ver la luz, me encontré en uno de esos eventos sociales que me suelen dilatar las pupilas de la existencia. En este caso el doble bautismo de los hijos de dos grandes amigos de infancia pasada y futura vejez. Uno de esos eventos en donde te encontrás con madres y padres de tu misma edad a plena luz del día, la versión Bruno Díaz de los Batman(es) & Robin(es) que emergen en los eventos nocturnos, desde un amable cruce de saludos en un bar, el aleatorio encuentro en un concierto y la extrañamente cómoda situación de verlos saltando con la corbata en la sien en algún evento que requiera de vestidos largos, trajes con aroma de naftalina y arroces voladores.

Esa gente, con la que alguna vez fuiste adolescente y hoy tiene microversiones de ellos mismos que le dicen «Mami, teté» o «Papá, asadito». Mis contempos con quienes, en general, amablemente discrepo en cuestiones de aquel guión al que llaman social.

Siendo víspera del Día del Padre, mis antenitas de vinil estaban particularmente atentas. Observando, curioseando, tratando de encontrar sentido a aquello que no necesariamente quiere tener una u otra definición, la vida. Si bien solo tomarte la tarea de cuidar de «la criatura» en eventos en donde el alcohol corre y las tías & abuelas usan ese colorete que no sale ni con thinner ya es tarea suficiente para cualquier ser pensante.

El ensamblaje de distintos grupos y estratos era un cuadro en movimiento que tenía al menos el 50% de mi atención, la otra mitad estaba ocupada en mirar mientras mi hijo y sus secuaces convertían aquel infantil festejo cristiano en una decadente fiesta romana, tomando de rehén al lago sin necesidad de vestimenta ni pudor, solo el grito de «¡Pato al agua!» como lema del caos.

Qué buena es la vida cuando entendés que a vos te importa tan poco como al resto, gracias por la lección pequeños nudistas.

El otro 50% se enfocó en un recuerdo de los noventas. Caminando hacia el baño me crucé con uno de esos personajes de la adolescencia. Esas personas que en los noventas hubiera sido definido como «moquetero». Una situación que normalmente, en época adolescente me tendría tenso, alerta de la inminente posibilidad de que en cualquier momento termine en aleatoria trifulca el evento social en el que me encontraba, sea «quinceaño», cumple ajeno o un inocente pancho de la Esso Shop como fin de la noche. En este caso en particular la inexistente tensión estaba correteando detrás de un niño de 5 años que había hurtado los muñecos de la torta y salvaguardando la integridad física de una nena que corría en la cercanía de una fría pileta. En síntesis, el noventoso moquete había encontrado para su contrincante: «la criatura».

Mientras volvía del baño no podía dejar de pensar en el hecho de que la última vez que vi a aquel atento y –ya– nada agresivo padre se estaba revolcando sobre un empedrado en una especie de cucharita greco-romana, en donde una remera de Porky’s y otra de Guess encontraban su debate en una pobre exhibición de testosterona adolescente y problemas paternales aún sin resolver.

Entender que esas personas existieron en mi adolescencia es lo que me llevo, lo rescato casi como un nostálgico #TBT para entender que cierta irritabilidad grunge viene bien cada tanto, bien manejada, propicia para interrumpir con un fuerte aplauso la apatía juvenil de aquellos que aún buscan ponerse rótulos para pertenecer. Sea hipster, millennial, «creo que reluego fui yuppie» y todos los otros ordenados requerimientos con la cual mucha gente (no todos) deciden cargar con la complicada de pertenecer. De no sentir genuina soledad. De no creer que vinimos solos al mundo y la misma nave nos espera para llevarnos, solos de nuevo.

Siento que esta «ira noventosa» de la que hablo no se trata de la frustración de empezar a ponerse viejos (o sabios), sino de entender la leve sospecha que tal vez somos la última generación de personas que sintieron enojo e hicieron algo al respecto, de saber que la rabia convertida en acción genera cambios. De entender que esta revolución de dedos gordos y pantallas que emulan espejos negros solo será observado a través de tu red social favorita. Lejos de donde el revoleo de una remera negra aún simbolice el caos organizado que buscó, busca y buscará libertad.

¡Salú!

Por Esteban Aguirre

 

3 comentarios en “1ra. noventosa”

  1. Ficción y el avance tecnológico

    Pienso que los tecnólogos e inventores deben tener cuidado, sobre todo en la cibernética que busca robotizar una máquina queriendo hacerla a “imagen y semejanza” del hombre, realizando el “peligroso juego a ser Dios”, al intentar crear y colocar un cerebro mecánico al mencionado invento con el fin de que tenga “sentimientos y piense” en forma semiindependiente del hombre, para acompañarle domésticamente.

    Al empezar que le despierte, le haga el desayuno, con una “limitada conversación”, le despida para ir al trabajo, quedándose el robot como encargado de la casa, cocinando los alimentos, sirviendo a los hijos y animales; y al regresar el hombre o la mujer de su trabajo, como rutina seguir con los servicios domésticos; y así sucesivamente, hasta que algún día con el tiempo y “el avance tecnológico” el hombre irá, como de hecho ya lo hace hoy en día, aumentando progresivamente su dependencia de “las máquinas”, por ahora sin cerebro.

    Y si algún día consigue el inventor su objetivo; ¿qué podría suceder? Yo creo que podría convertirse en realidad lo que en varias películas se muestran como “ficciones”, “la rebelión de las máquinas”, llegando las mismas a dominar al hombre.

    Hace 100 o 200 años, el viaje al espacio y la llegada del hombre a la luna o a algún planeta u otro sitio del universo ¿no fueron ficciones? Hoy en día el hombre ya posó sus pies y recorrió sobre la luna, además ya está hurgando en el planeta marte a través de máquinas espaciales especializadas. También se busca fundar o formar “colonias espaciales” en la luna, el planeta marte u otros, para traslado progresivo de la población humana con el fin de subsanar en el futuro la inexorable “superpoblación del globo terráqueo”. Las ficciones son creadas por el hombre, y quizás algún día sean realidades y no puedan ser contenidas y controladas por él.

    Estamos ya en la época de los “bebés probeta”, que personalmente no me gusta desde el punto de vista de mi formación religiosa. A mi entender (me puedo equivocar) es un “juego peligroso a ser Dios”; solamente Él puede crear una vida real, esto es, como se dice en la “jerga ganadera”, “inseminación artificial”.

    Recordemos el pasaje bíblico (antiguo testamento); por qué el Señor destruyó la “Torre de Babilonia”; por qué le castigó al mítico y legendario “Rey David” y al mismo “Rey Salomón”, preferidos y señalados por Dios para cumplir una misión, por extralimitarse.

    Heraldo Rojas

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  2. Como en Hansel y Gretel

    Imaginemos, tal como ocurrió en el cuento infantil, que para evitar una debacle mundial (sea por falta de recursos, por mal administración de los mismos, por el acabose de sustentabilidad medioambiental o por la combinación de estos y el restante de los factores que hacen que trabajemos en mundos por fuera de este) nos instan, es decir nos instamos nosotros mismos, a que todos los ciudadanos que no hayan alcanzado la mayoría de edad (es decir no estén aptos para producir ni habilitados para votar) deban ser abandonados en una suerte de selva, para que solo merezcan estar entre nosotros, aquellos que hayan logrado regresar sin más elementos que su propio arrojo o valor.

    Esta suerte de darwinismo impracticable (moral como fáctico, más allá que como humanos hemos forjado campos de concentración y pese a ello replicamos ahora campos de refugiados o de pobres) vendría a ser como una anticipación a lo que les sucediera a los habitantes de Hamelin, en aquel otro cuento antológico acerca del flautista.

    En tal relato, para acabar con las ratas, el rey de la comarca contrato a un Flautista para que las eliminara. Como este cumplió con lo suyo, pero no se le pago lo pactado, con el mismo método se llevó a los niños. Nuestros indicadores, sociales, económicos y medioambientales, nos están señalando esto mismo. No hemos cumplido con un trato digno para con las generaciones venideras. Difícilmente las tengamos sí es que de bruces, disruptiva o revolucionariamente no hacemos algo al respecto.

    La inexplicable decisión de los padres, o el padre y la madrastra de Hansel y Gretel, el cuento infantil Alemán, tenga como correlato de verdad, la crudeza racional que caracteriza o viene caracterizando a Occidente y su formación filosófica-política-jurídica, bajo los preceptos germánicos, que no casualmente, son los que siguen ordenando (desde sus orígenes Griegos) conceptualmente el mundo que habitamos, pero del que pocas chances tendremos de seguir sosteniéndolo tal como de un tiempo a esta parte.

    Francisco Tomás González Cabañas

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  3. EL SONIDO DE LA SIESTA

    Era un tarde como cualquiera, el dueño de aquella olvidada empresa intentaba poner en marcha el corazón de un oxidado pedazo de metal que alguna vez produjo el combustible para el motor humano: Mosto de caña dulce, que luego de algún tiempo de “adolescencia” (como me dijo don Fermín) encontraría su forma de convertirse en alcohol y eventualmente en historias de sedientos bebedores.

    En lo particular, mi cabeza corría detrás de una noción que había leído en algún tiempo reciente. Un concepto desarrollado por G.I. Gurdjieff al que los ingleses llamaban “The way of the sly man” (La manera o forma del hombre astuto), que básicamente propone el profundo análisis de lo interno y externo como caminos a encontrarse a uno mismo en el proceso de soltar ambas nociones. Una especie de eterno presente mejor entendido como una celebración del momento, del ahora. Para sintetizarlo en un brindis, levantá la copa y simplemente decí: “¡Que hoy sea siempre!… ¡Salú!”.

    “Yo hago caña”, frase que repentinamente me sacó de mi viaje al interior; algo aturdido miré a don Fermín con cara de “me repite la pregunta”. Con una amable sonrisa nuevamente exclamó: “Yo soy el que hace caña”. Respondí con curiosidad, apuntando a la aún silenciosa maquina: “Ah ya, ¿vos procesás la caña con ese aparato, don?”. Entre sonrisas, y con una mirada cómplice a su mujer, simplemente apunto al campo que yacía detrás suyo, un campo repleto de caña de azúcar, todas rubias gemelas gimiendo en el sol de la siesta de aquella ciudad llamada Monje Cué.

    “Yo soy agricultor, yo soy el que las planta”, decía con orgullo, y casi leyendo mis pensamientos me regaló algunos valiosos consejos, “el secreto está en el abono, algunos solo ponen la bosta de la vaca, pero yo además de eso…”, agachándose a levantar un poco de tierra, “también le pongo el abono que me regalan mis gallinas”.

    Sentía la misma familiaridad de estar recibiendo una receta secreta, una técnica guardada en años de misterio familiar, casi veía a don Fermín y su perro mimetizarse con todas aquellas escocesas historias de ancianos y sus perros ovejeros que cuidan las guaridas de las barricas de aquellos single malts, que contenedor tras contenedor alegran nuestras afortunadas fiestas, y por un momento sentí una extraña conexión. Una conexión a nuestra tierra, nuestros ingredientes, nuestra historia y la propia “agua de vida” del Paraguay: la caña.

    “Y contame, don Fermín, cómo sabés que salió bien tu caña?”, mirándome serenamente este añejado trovador del campo simplemente levantó un dedo a la boca, solicitando un segundo de silencio, el hermoso sonido de la madera de las cañas bailaba generando un arrumaco que casi describía un viejo bote durmiendo al cariño del agua. “Por el sonido de mi siesta, así es cómo sé que todo va a estar bien… por el sonido de mi siesta”.

    Por Esteban Aguirre

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