Nada que lamentar

Fidel Castro ha muerto. Desde que tomó el poder en 1959, millones de cubanos en el exilio y muchos más dentro de Cuba han esperado ansiosamente este momento para el brutal líder de la más larga dictadura registrada jamás en el continente. Esto, porque cuando se creía que al delegar el poder en su hermano Raúl, de la mano de este vendría el anhelado cambio político con que soñaban, todos se equivocaron. El partido comunista retiene rígidamente el poder, sin permitir oposición política alguna. El Estado domina férreamente la economía y las fotos del guerrillero Che Guevara aún se ven en muchos sitios.

El periodista y escritor cubano Carlos Alberto Montaner, que alterna su residencia entre Miami y Madrid, realiza una acertada descripción del régimen cubano, del que sostiene que “Acabó con uno de los países más prósperos de América Latina y diezmó y dispersó a la clase empresarial, pulverizando el aparato productivo”. El mismo autor reconoce los avances en educación y salud en la isla, uno de los argumentos siempre mencionados por los panegiristas de Fidel para justificar su régimen. Pero al respecto, Montaner sostiene que ese dato “confirma el fracaso de un sistema con mucha gente educada y saludable incapaz de producir, hambrienta y entristecida por no poder vivir siquiera como clase media, lo que los precipita a las balsas”. Agrega que el 20% de la sociedad cubana terminó exiliada y que mantuvo en las cárceles a decenas de miles de presos políticos durante muchos años.

El “Proyecto Verdad y Memoria” calcula que durante la “revolución” de Castro murieron o desaparecieron más de 100.000 cubanos. Esta cifra se desglosa en 5.732 fusilados, asesinados o desaparecidos; 515 muertos en prisión por negligencia médica, suicidio o accidente, mientras los muertos en el mar tratando de escapar se estiman en más de 70.000. A todo ello, el citado proyecto agrega que murieron 13.000 cubanos en guerras en el extranjero, en los intentos de Fidel de “exportar” su revolución.

No solo los cubanos en el exilio en Miami y Nueva York son los que aguardaban con ansiedad que le llegara el fin al sanguinario dictador, que provocó la cruel separación de millares de familias durante la larga tiranía impuesta por su régimen. Ese sueño de libertad ahora se renueva en el alma de todo el pueblo cubano, y abre la esperanza de que muerto el dictador sobrevenga la democracia en la Patria de Martí.

Aunque el Estado esté plagado de corrupción, los ciudadanos de ese país tienen buen nivel de educación y buena salud, con lo que por fin ahora podrán aplicar esas cualidades en libertad en beneficio de su patria. Así, con la muerte del líder de la revolución comunista que aisló a Cuba del mundo democrático, el pueblo cubano está en condiciones de sacudir los resabios del comunismo fosilizado y forzar la democratización de su país y su plena reintegración en el concierto de las naciones democráticas del mundo.

Para la mayoría de los cubanos de la isla y en el exilio, el único resultado aceptable de la muerte de Fidel Castro es una genuina transición democrática, lo que solo podrá alcanzarse con elecciones libres, para que la sociedad cubana escoja a sus nuevos líderes lejos de la imposición que venían soportando por casi sesenta años.

Por esta singular posibilidad que se le abre, el pueblo cubano celebra el fin de Fidel Castro, pues considera que con ello se remueve el peso muerto que lastraba el anhelado cambio político para el retorno de las libertades en la isla.

Aunque esperado desde hace tiempo, el deceso del dictador se produce en un momento oportuno para Cuba, dado el descongelamiento de las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos impulsado por el presidente Barack Obama con la cooperación del papa Francisco. Lo único que faltaba era, precisamente, la desaparición del palo en la rueda, el anciano líder comunista.

Lo que el pueblo cubano espera ahora que Fidel ha muerto es que la comunidad internacional presione al gobierno de Raúl Castro para implementar un referéndum y una democrática elección multipartidaria, liberar a los centenares de presos políticos que el Gobierno comunista mantiene en las cárceles, redactar una nueva Constitución y permitir una prensa libre. Con todo, no debe ser Estados Unidos el que imponga el modelo de gobierno democrático que debe tener Cuba, sino el propio pueblo cubano en pleno goce de libertad política.

Para nuestro diario, que durante tanto tiempo ha venido criticando al oprobioso régimen castrista, y para esos millones de cubanos que se opusieron y se oponen todavía al sanguinario régimen que oprime a la isla, con la muerte de Fidel Castro no hay nada que lamentar. Que Dios lo tenga donde se merezca.

http://www.abc.com.py/edicion-impresa/editorial/nada-que-lamentar-1541669.html

22 comentarios en “Nada que lamentar”

  1. La nueva constitución cubana: un gran paso atrás

    La noticia de que la Asamblea Nacional de Cuba aprobó una nueva Constitución que eliminará las referencias a una “sociedad comunista” y reconocerá el derecho a la propiedad privada ha generado titulares elogiosos en todo el mundo. Pero me tomé el trabajo de leer el documento de 755 párrafos, que acaba de ser publicado en su totalidad, y es espantoso.
    Según los reportes iniciales de la prensa oficial cubana, la Asamblea Nacional aprobó el 22 de julio el borrador de la nueva Constitución, que reemplazará a la actual promulgada en 1976 durante la era soviética. La nueva Constitución ahora irá a un referéndum popular controlado por el gobierno, y con toda seguridad será aprobada.

    El general Raúl Castro, que ejerce el poder detrás de bambalinas, participó en las sesiones de la legislatura para aprobar la nueva Constitución, vestido de uniforme militar. El documento también crearía el puesto de primer ministro, y abriría las puertas al reconocimiento de matrimonios del mismo sexo.

    Todos estos anticipos generaron grandes expectativas sobre la nueva Constitución. Pero el texto completo del borrador constitucional se ha hecho público en días recientes, y muestra un cuadro muy diferente al que se intentó pintar en un principio.

    De hecho, la nueva Constitución tiene como objetivo consolidar la dictadura más antigua de América Latina, y hacer más difícil cambiar el sistema por vías constitucionales.

    El artículo 3 de la nueva Constitución dice que “el Partido Comunista de Cuba, único, martiano, fidelista y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana… es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”.

    Continúa diciendo que “los ciudadanos tienen el derecho de combatir por todos los medios, incluyendo la lucha armada, cuando no fuera posible otro recurso, contra cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico establecido por esta Constitución”.

    Traducción: La nueva Constitución dice que la dictadura hereditaria de Cuba no puede ser desafiada, y nadie puede, por ejemplo, crear un partido opositor. Si alguien lo hiciere, “los ciudadanos” –el eufemismo que usa el régimen para su policía secreta vestida de civil– ahora pueden matar legalmente a cualquier opositor.

    El artículo 5 dice que “el Partido Comunista de Cuba, único, martiano, fidelista y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana… es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”.

    Traducción: Si alguien tenía dudas sobre lo que significaba el Artículo 3, el régimen lo hace más explícito aquí. Además, agrega la palabra “único”, que no estaba en un párrafo similar de la Constitución de 1976.

    El artículo 224 establece que “en ningún caso resultan reformables los pronunciamientos sobre la irrevocabilidad del socialismo y el sistema político y social establecidos en el artículo 3”.

    Traducción: Si hay algo que no se puede cambiar constitucionalmente en el futuro, es el derecho de la dictadura de permanecer en el poder para siempre.

    Rosa María Payá, activista del proyecto opositor Cuba Decide, me dijo que “esta Constitución es peor que la anterior, porque al agregar que el Partido Comunista será el “único” dirigente superior de la sociedad y el Estado, le cerró las puertas a cualquier posibilidad de multipartidismo”.

    De hecho, incluso las referencias de la nueva Constitución a la propiedad privada deben tomarse con escepticismo. Si bien el texto reconoce el derecho a la propiedad privada, dice que este estará supeditado a las leyes. Y las regulaciones recientes para los trabajadores cuentapropistas son a menudo más estrictas que las anteriores.

    No se equivoquen: ahora que el texto completo de la nueva Constitución es público, no hay ningún motivo para celebrar. Por el contrario, parece una medida desesperada de la dictadura hereditaria de la isla para aferrarse al pasado y retrasar aún más la modernización económica y política de Cuba.

    Por Andrés Oppenheimer

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  2. La disyuntiva de Raúl Castro

    Por Carlos Alberto Montaner

    Raúl Castro se quedó solo. Se le fue su mentor, su figura paterna, el hombre que le moldeó la vida y lo llevó a tiros, literalmente, desde la insignificancia hasta la cabecera del país, pero lo hizo bruscamente, haciéndole ver, a trechos, que lo despreciaba por sus limitaciones intelectuales. Eso nunca dejó de dolerle.

    Desde hace muchos años Raúl sabía que Fidel era el problema esencial de la revolución –su arbitrario voluntarismo, sus tercas necedades, sus improvisaciones, su odiada manera de perder el tiempo en conversaciones y peroratas interminables–, pero también sabía que sin él no habría habido revolución. Lo admiraba, por una parte, y por la otra lo rechazaba. Había algo monstruoso y fascinante en una persona que hablaba ocho horas consecutivas sin hacerle la menor concesión a la vejiga propia o a la del indefenso interlocutor.

    No obstante, la vida le había enseñado a Raúl que existía un problema aún de mayor calado: el marxismo-leninismo, en el que creyó a pie juntillas en su juventud, y por el que mató sin limitaciones, era un planteamiento equivocado que conducía al empobrecimiento progresivo.

    Si Fidel hubiera sido diferente, o si las relaciones con Washington hubiesen sido mucho mejores, nada esencial habría cambiado. La improductividad del sistema no dependía de los errores o del carácter del líder, ni del embargo económico, sino de la inadaptación del sistema a la naturaleza humana. Siempre fracasa.

    Lo mismo había ocurrido en la URSS, en Alemania oriental, en Checoslovaquia, en Polonia. Daba igual que los sujetos fueran eslavos, germánicos o latinos. Rumania tenía “trato de nación más favorecida” por Estados Unidos.

    No importaba que el comunismo se ensayara en sociedades de raíces cristianas, islámicas o confucianas: fallaba inevitablemente. Tampoco dependía de la calidad o de la formación de los líderes. Los había de diferentes plumajes: abogados, sindicalistas, profesores, maestros, incluso obreros encumbrados. Ninguno servía.

    A Raúl le era sencillo, además, confirmar que la economía de mercado, con su modo simple de premiar a los emprendedores y castigar a los abúlicos daba grandes aunque desiguales frutos. Su propio padre, el gallego Ángel Castro Argiz, era un vivo ejemplo: llegó a la república cubana sin un centavo, muy joven, incluso sin estudios, pero cuando murió en 1956 dejó una fortuna de ocho millones de dólares y un negocio agrícola organizado en el que trabajaban decenas de personas.

    El asunto que se le plantea a Raúl es cómo desmontar el disparate generado por su hermano y por él mismo hace casi sesenta años sin que lo sepulten los escombros del sistema inservible. A estas alturas, sabe que sus “lineamientos”, que es como les llaman en Cuba a sus reformas tímidas, a veces pueriles, son unos parches mal colocados en un insalvable sistema socialista agravado por la gerencia militar en todas las actividades económicas importantes del país, pero ha dicho, una y otra vez, que no sustituyó a su hermano para enterrar el socialismo, sino para salvarlo.

    Supongo que ya sabe que el comunismo no tiene salvación. Hay que enterrarlo. Fue lo que descubrió Mijail Gorbachov cuando se empeñó en rescatarlo desplegando sus reformas drásticas –la Perestroika–, dotándola de una atmósfera transparente de discusión sin miedo –la Glasnost–, convencido de que podía ser el mejor sistema productivo creado por los seres humanos.

    En pocos años su operación de salvación hundió el comunismo, pero no por la torpeza de los gestores, sino por la insolvencia del sistema y por la mala formulación teórica del marxismo-leninismo. La planificación centralizada era un disparate. La condena de los mecanismos de producción en manos privadas era contraproducente. Los comités de asignación de precios no tenían la menor relación ni con las necesidades de la gente ni con la realidad. La presencia constante de la policía política destruía la convivencia y generaba todo tipo de malestares psicológicos.

    Cuando Raúl Castro leyó Perestroika, el libro de Gorbachov, se entusiasmó tanto que ordenó una edición privada para sus oficiales. Fidel se enteró, lo regañó de forma humillante y mandó recoger los ejemplares. A Fidel no le interesaba el bienestar material del pueblo sino la permanencia en el poder. El gorbachevismo –dijo– conduciría a la desaparición del comunismo.

    Tuvo razón, pero a medias. Raúl está ante la misma disyuntiva que enfrentó Gorbachov, pero con el agravante de que hoy casi nadie, menos los idiotas profundos, piensa que el comunismo es rescatable. Al menos, ninguno de los pueblos que ha conseguido abandonarlo ha reincidido. Aprendieron su amarga lección. Por ahora, los síntomas son de que Raúl mantendrá el mismo rumbo estalinista trazado por su hermano, pero hay una diferencia: Fidel ya no está vivo. Lo enterró en un enorme pedrusco en el cementerio de Santa Ifigenia. Si no rectifica es un cobarde.

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  3. La muerte de Fidel

    Por Mario Vargas Llosa
    El 1 de enero de 1959, al enterarme de que Fulgencio Batista había huido de Cuba, salí con unos amigos latinoamericanos a celebrarlo en las calles de París. El triunfo de Fidel Castro y los barbudos del Movimiento 26 de Julio contra la dictadura parecía un acto de absoluta justicia y una aventura comparable a la de Robin Hood. El líder cubano había prometido una nueva era de libertad para su país y para América Latina y su conversión de los cuarteles de la isla en escuelas para los hijos de los guajiros parecía un excelente comienzo.

    En noviembre de 1962 fui por primera vez a Cuba, enviado por la Radio-Televisión francesa en plena crisis de los cohetes. Lo que vi y oí en la semana que pasé allí –los Sabres norteamericanos sobrevolando el Malecón de La Habana y los adolescentes que manejaban los cañones antiaéreos llamados «bocachicas» apuntándolos, la gigantesca movilización popular contra la invasión que parecía inminente, el estribillo que los milicianos coreaban por las calles («Nikita, mariquita, lo que se da no se quita») protestando por la devolución de los cohetes– redobló mi entusiasmo y solidaridad con la Revolución. Hice una larga cola para donar sangre e Hilda Gadea, la primera mujer del Che Guevara, que era peruana, me presentó a Haydée Santamaría, que dirigía la Casa de las Américas. Esta me incorporó a un Comité de Escritores con el que, en la década de los sesenta, me reuní cinco veces en la capital cubana. A lo largo de esos diez años mis ilusiones con Fidel y la Revolución se fueron apagando hasta convertirse en críticas abiertas y, luego, la ruptura final, cuando el «caso Padilla».

    Mi primera decepción, las primeras dudas («¿no me habré equivocado?») ocurrieron a mediados de los sesenta, cuando se crearon las UMAP, un eufemismo –las Unidades Militares de Ayuda a la Producción– para lo que eran, en verdad, campos de concentración donde el Gobierno cubano encerró, mezclados, a disidentes, delincuentes comunes y homosexuales. Entre estos últimos cayeron varios muchachos y muchachas de un grupo literario y artístico llamado El Puente, dirigido por el poeta José Mario, a quien yo conocía. Era una injusticia flagrante, porque estos jóvenes eran todos revolucionarios, confiados en que la Revolución no solo haría justicia social con los obreros y los campesinos sino también con las minorías sexuales discriminadas. Víctima todavía del célebre chantaje –»no dar armas al enemigo»– me tragué mis dudas y escribí una carta privada a Fidel, pormenorizándole mi perplejidad sobre lo que ocurría. No me contestó, pero al poco tiempo recibí una invitación para entrevistarme con él.

    Fue la única vez que estuve con Fidel Castro; no conversamos, pues no era una persona que admitiera interlocutores, solo oyentes. Pero las doce horas que lo escuchamos, de ocho de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente, la decena de escritores que participamos de aquel encuentro nos quedamos muy impresionados con esa fuerza de la naturaleza, ese mito viviente, que era el gigante cubano. Hablaba sin parar y sin escuchar, contaba anécdotas de la Sierra Maestra saltando sobre la mesa, y hacía adivinanzas sobre el Che, que estaba aún desaparecido, y no se sabía en qué lugar de América reaparecería, al frente de la nueva guerrilla. Reconoció que se habían cometido algunas injusticias con las UMAP –que se corregirían– y explicó que había que comprender a las familias guajiras, cuyos hijos, becados en las nuevas escuelas, se veían a veces molestados por «los enfermitos». Me impresionó, pero no me convenció. Desde entonces, aunque en el silencio, fui advirtiendo que la realidad estaba muy por debajo del mito en que se había convertido Cuba.

    La ruptura sobrevino cuando estalló el caso del poeta Heberto Padilla, a comienzos de 1970. Era uno de los mejores poetas cubanos, que había dejado la poesía para trabajar por la Revolución, en la que creía con pasión. Llegó a ser viceministro de Comercio Exterior. Un día comenzó a hacer críticas –muy tenues– a la política cultural del Gobierno. Entonces se desató una campaña durísima contra él en toda la prensa y fue arrestado. Quienes lo conocíamos y sabíamos de su lealtad con la Revolución escribimos una carta –muy respetuosa– a Fidel expresando nuestra solidaridad con Padilla. Entonces, este reapareció en un acto público, en la Unión de Escritores, confesando que era agente de la CIA y acusándonos también a nosotros, los que lo habíamos defendido, de servir al imperialismo y de traicionar a la Revolución, etcétera. Pocos días después firmamos una carta muy crítica a la Revolución cubana (que yo redacté) en que muchos escritores no comunistas, como Jean Paul Sartre, Susan Sontag, Carlos Fuentes y Alberto Moravia tomamos distancia con la Revolución que habíamos hasta entonces defendido.

    Este fue un pequeño episodio en la historia de la Revolución cubana que para algunos, como yo, significó mucho. La revaluación de la cultura democrática, la idea de que las instituciones son más importantes que las personas para que una sociedad sea libre, que sin elecciones, ni periodismo independiente, ni derechos humanos, la dictadura se instala y va convirtiendo a los ciudadanos en autómatas, y se eterniza en el poder hasta coparlo todo, hundiendo en el desánimo y la asfixia a quienes no forman parte de la privilegiada nomenclatura.

    ¿Está Cuba mejor ahora, luego de los 57 años que estuvo Fidel Castro en el poder? Es un país más pobre que la horrenda sociedad de la que huyó Batista aquel 31 de diciembre de 1958 y tiene el triste privilegio de ser la dictadura más larga que ha padecido el continente americano. Los progresos en los campos de la educación y la salud pueden ser reales, pero no deben haber convencido al pueblo cubano en general, pues, en su inmensa mayoría, aspira a huir a los Estados Unidos, aunque sea desafiando a los tiburones. Y el sueño de la nomenclatura es que, ahora que ya no puede vivir de las dádivas de la quebrada Venezuela, venga el dinero de Estados Unidos a salvar a la isla de la ruina económica en que se debate. Hace tiempo que la Revolución dejó de ser el modelo que fue en sus comienzos. De todo ello solo queda el penoso saldo de los miles de jóvenes que se hicieron matar por todas las montañas de América tratando de repetir la hazaña de los barbudos del Movimiento 26 de Julio. ¿Para qué sirvió tanto sueño y sacrifico? Para reforzar a las dictaduras militares y atrasar varias décadas la modernización y democratización de América Latina.

    Eligiendo el modelo soviético, Fidel Castro se aseguró en el poder absoluto por más de medio siglo; pero deja un país en ruinas y un fracaso social, económico y cultural que parece haber vacunado de las utopías sociales a una mayoría de latinoamericanos que, por fin, luego de sangrientas revoluciones y feroces represiones, parece estar entendiendo que el único progreso verdadero es el que hace avanzar la libertad al mismo tiempo que la justicia, pues sin aquella este no es más un fugitivo fuego fatuo.

    Aunque estoy seguro de que la historia no absolverá a Fidel Castro, no dejo de sentir que con él se va un sueño que conmovió mi juventud, como la de tantos jóvenes de mi generación, impacientes e impetuosos, que creíamos que los fusiles podían hacernos quemar etapas y bajar más pronto el cielo hasta confundirlo con la tierra. Ahora sabemos que aquello solo ocurre en el sueño y en las fantasías de la literatura, y que en la realidad, más áspera y más cruda, el progreso verdadero resulta del esfuerzo compartido y debe estar signado siempre por el avance de la libertad y los derechos humanos, sin los cuales no es el paraíso sino el infierno el que se instala en este mundo que nos tocó.

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  4. Fidel Castro

    Por Rolando Niella

    Sin duda Fidel Castro fue una personalidad sobresaliente, con un gran carisma y de una enorme influencia a lo largo del siglo XX. Si esto no fuera cierto, como afirmó el analista argentino James Neilson, “…su deceso a los 90 años solo hubiera merecido bostezos” y no habría tenido tanto impacto, ni habría tantos analistas especulando sobre las consecuencias de su muerte y tampoco tantas personas estaríamos escribiendo y hablando sobre él en los medios de comunicación.

    Lo más sorprendente es que su carisma y su habilidad resultaron tan poderosos que hicieron que su prestigio personal sobreviviera en amplios sectores de opinión de izquierda, tanto políticos como intelectuales, a la evidencia del fracaso de su propio régimen y, tal como se está viendo a juzgar por los pésames y elogios de muchos presidentes de naciones democráticas, inclusive a su propia muerte.

    Fidel Castro era también un hombre de una gran ambición personal; algunos historiadores lo han comparado con Napoleón. Efectivamente, a diferencia de otros dictadores de la época, no se conformó con gobernar unipersonal y autoritariamente su país, sino que intentó exportar su modelo político comunista y convertirse en promotor y referente mundial de la “izquierda revolucionaria”, repartiendo por América y África ayuda militar y sanitaria a las más diversas guerrillas.

    No comprendo la causa de que los admiradores de Fidel Castro se enojen cuando se lo describe como un dictador puesto que, en sus propios términos ideológicos, se definía como tal, al encabezar como hombre fuerte una “dictadura del proletariado”.

    En su artículo “El siglo XX ha muerto”, el jefe de redacción del semanario Noticias, Edi Zunino, cita la descripción que hace de Fidel Castro Eduardo Galeano: “Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la unanimidad. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces. Y en eso sus enemigos tienen razón”. Como Eduardo Galeano lo dice, que no era “su enemigo”, parece que era posible y razonable describirlo como dictador sin ser necesariamente su “enemigo”.

    Leo que el historiador Mark Lilla, en una entrevista concedida a la revista Veja, afirma que el espíritu reaccionario se basa en la nostalgia de un pasado imaginario. No encuentro otra explicación mejor que esa “nostalgia de una revolución y un antiimperialismo imaginarios” a que aún haya admiradores que consideran a Fidel Castro una especie de héroe.

    A los gobiernos se los mide por los resultados y el resultado de la política de Fidel Castro ha sido empobrecer económicamente a Cuba y, por más vueltas que le den los militantes de esa “izquierda nostálgica de un pasado inexistente”, también empobreció al país en lo social.

    El salario de un “proletario” cubano es de aproximadamente veinte dólares mensuales, dinero que difícilmente alcanza para una semana, así que la habitual promesa revolucionaria de “repartir la riqueza”, se convirtió en el hecho real de que lo que finalmente Fidel Castro repartió fue pobreza… Por supuesto tampoco se pueden olvidar los presos y los fusilados por motivos políticos.

    Muchas de estas cosas no se dicen para no ser tildado de “reaccionario” o para no desmentir hoy algo que creímos ayer y que resultó ser falso o quedó obsoleto; pero no existe nada más reaccionario que hacerse cómplice de una dictadura, negándose tercamente a ver la realidad de su fracaso, de sus injusticias y de sus víctimas.

    Lo verdaderamente triste es que Fidel Castro, con su enorme poder, con su arrastre, su personalidad y su carisma, tuvo la oportunidad de hacer de Cuba un país mejor, pero en lugar de ello, en nombre de la utopía comunista, la convirtió en un país más pobre, menos libre y dejó como legado un país con mucho por hacer para adaptarse a la realidad del siglo XXI.

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  5. Cuba después de Fidel: ¿de mal en peor?

    Por Andrés Oppenheimer

    Ahora que Fidel Castro se ha ido y los jefes de Estado de Canadá, México y otros países han hecho el ridículo al elogiar los supuestos logros de un dictador que destruyó la economía de su país y ejecutó a miles de personas, es hora de echar un vistazo al futuro de Cuba. A corto plazo, no pinta muy bien.

    En teoría, las cosas deberían mejorar. El presidente Raúl Castro, de 86 años, ha demostrado ser más pragmático que su hermano mayor, y podría tener el camino allanado para hacer las reformas económicas que anunció en el VI Congreso del Partido Comunista en 2011.

    Los pequeños pasos de Raúl Castro hacia un capitalismo estatal como el vietnamita habían sido frenados por Fidel. Sin Fidel, los “fidelistas” tendrían menos poder para detener las reformas, decía la teoría.

    Pero la mayoría de los economistas coinciden en que Raúl Castro enfrenta una tormenta perfecta de malas noticias que le harán difícil reflotar la economía del país.

    “Cuba sufre hoy su peor crisis económica desde los 1990”, dice el economista Carmelo Mesa Lago, profesor emérito de la Universidad de Pittsburgh, y uno de los principales analistas de la economía cubana. “Las proyecciones son que la economía se estancará o disminuirá en 2016, y que la situación empeorará en 2017”.

    En primer lugar, los envíos de petróleo subsidiado de Venezuela a Cuba, que mantuvieron a flote a la economía de la isla en los últimos años, cayeron alrededor de un 40 por ciento durante los primeros seis meses de este año, según un reporte de Reuters. La economía venezolana está en crisis por la caída de los precios mundiales del petróleo y las desastrosas políticas económicas del gobierno.

    En segundo lugar, las exportaciones cubanas de servicios médicos –una especie de esclavitud moderna, mediante la cual el régimen cubano envía a decenas de miles de médicos a Venezuela, Brasil y otros países, y se queda con más de la mitad de sus salarios– pueden estar en peligro. Venezuela tiene dificultades para pagar estos servicios, y el nuevo gobierno de centro-derecha de Brasil podría no renovar estos contratos gubernamentales.

    Tercero, la producción cubana de níquel y azúcar está deprimida por los bajos precios de las materias primas y la destrucción de las industrias cubanas en los últimos 60 años. Y Cuba importa más del 70 por ciento de sus alimentos.

    En cuarto lugar, el turismo, la mayor esperanza de la isla desde la apertura del presidente Obama a Cuba en 2014, podría disminuir si el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, cumple con su amenaza de “terminar” el acuerdo de Obama con la isla.

    “El pronóstico más optimista para Cuba es que después de unas décadas de lucha y reorientación, terminará con el nivel de ingresos de la República Dominicana”, escribió Tyler Cowen, profesor de economía de la Universidad George Mason en The Miami Herald.

    Agregó que mientras el Banco Mundial estima el PIB cubano en US$ 6.000 per cápita, esa cifra se basa en un tipo de cambio poco realista. El PIB real de Cuba problemente no sea mucho más alto que los US$ 2.000 per cápita de Nicaragua, dijo Cowen.

    “Si Cuba no hubiera tenido una revolución comunista en 1959, podría haber sido una de las economías latinoamericanas más exitosas”, agregó Cowen.

    Mi opinión: En lugar de elogiar a un dictador que no tuvo la valentía de competir en una elección libre en casi seis décadas, los líderes de México, Canadá y otros países deberían haber citado la revolución de Cuba como ejemplo de un modelo económico que nadie debería seguir, y que va de mal en peor.

    Si Trump se maneja con inteligencia, dejará a Cuba tranquila y no hará nada que le dé a la dictadura cubana una excusa para dar marcha atrás a sus tímidas reformas. Raúl Castro ha dicho que dejará el poder a comienzos de 2018, y sus sucesores tarde o temprano reconocerán lo que la gran mayoría de los cubanos ya han descubierto hace mucho tiempo: que el comunismo es el camino más largo –y más sangriento– entre el capitalismo y el capitalismo.

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  6. Preguntas tras enterrar a Fidel Castro

    Por Carlos Alberto Montaner

    Casi nadie sabe cómo fueron sus últimas horas. ¿Murió súbitamente de un paro cardiaco, agonizó durante varios días o se ahogó por una obstrucción en la garganta, como se rumorea en La Habana sotto voce?

    ¿Por qué la prisa en cremarlo? ¿No querían que su última imagen fuera la de un ancianito frágil y empequeñecido con cara de loco? ¿Por eso hicieron desfilar al pueblo frente a una fotografía del Comandante heroico en la Sierra Maestra? Hay una vieja tradición de coquetería revolucionaria. Una de las últimas peticiones de Stalin fue que le arreglaran el bigote.

    ¿Por qué guardaron las cenizas en una urna en la Sala Granma del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, lejos de la multitudinaria presencia del pueblo? ¿Temían el escenario improbable de que se desbordaran las pasiones?

    ¿O solo querían que sus ancianos camaradas de armas, como Ramiro Valdés, pudieran despedirse íntimamente del caudillo y jefe que los guió hasta la victoria y los convirtió en personajes importantes, aunque odiados y temidos?

    ¿Es verdad que los restos mortales del Comandante no viajaron en ese precario jeep que supuestamente los trasladaba hasta su última morada para no arriesgarlos en la aventura de una carretera desguazada por la incuria gubernamental? ¿Prevaleció la idea de darles a los cubanos una despedida simbólica? ¿Qué más daba que el vehículo cargara arena o las cenizas de otro cadáver si se trataba de un acto puramente ritual? Si Raúl jugó con el cadáver de Hugo Chávez, ¿por qué no haría lo mismo con el de su propio hermano?

    ¿Es cierto que planeaban dar el cambiazo de cenizas en la madrugada del domingo, poco antes de la inhumación? Usar dobles fue una treta que Fidel Castro utilizó frecuentemente en vida, ¿habrá continuado la costumbre tras su muerte? ¿Es una muestra de la astucia revolucionaria de la que tanto se ufanaba cuando habitaba en este valle de lágrimas?

    ¿Por qué no entrevistaron a su viuda oficial y a los cinco hijos que tuvo con ella? ¿Por qué los periodistas no registraron las reacciones de los otros diez herederos extraoficiales –vástago más, vástago menos– que se le conocieron o se le intuían, o a la otra decena de madres dolientes y presumiblemente desesperadas que alguna vez amaron al Máximo Líder y se animaron a parirle un hijo?

    ¿Es verdad que entre la familia de Raúl y la de Fidel apenas hay vasos comunicantes? ¿Es cierto que los herederos de Raúl se consideran revolucionarios dedicados y perciben a sus primos como bon vivants despreciables que malgastan insensiblemente los recursos que les entregan en los pecados de la dolce vita, mientras ellos engrandecen el legado de sus mayores en tareas patrióticas?

    ¿O se trata, tal vez, de la variante doméstica y familiar del enfrentamiento entre fidelistas y raulistas que, afirman los entendidos, existe en la raíz de la cúpula gobernante desde que en el 2006, precipitadamente, Raúl llegó al poder colgado de los intestinos de Fidel severamente afectados por la diverticulitis?

    ¿Cómo se siente, realmente, Raúl Castro tras la desaparición del hermano mayor que le dio las ideas, el impulso vital, la estructura de valores, lo convirtió en Comandante, en Ministro, luego en Presidente, y le regaló un país para que hiciera o deshiciera a su antojo, sin dejar de hacerlo sentir a cada momento que era un pigmeo intelectualmente inferior, sin imaginación, lecturas o carisma?

    ¿Raúl es víctima del amor-odio y de la admiración-rechazo que provocan las relaciones en las que una parte se sabe a remolque de la otra? ¿Resiente más las humillaciones recibidas o le agradece que le haya fabricado una vida notable? La gratitud es la emoción más difícil de manejar por la mayor parte de los seres humanos.

    ¿Está Raúl consciente de que la adhesión juvenil sin fisuras que le despertaba el hermano-héroe se fue transformando en la evaluación crítica del hermano-loquito, con más sombras que fulgor, que vivía en un universo de palabras o de iniciativas desquiciadas –vacas enanas, siembras de moringa y otras mil tonterías– que fueron destruyendo paulatinamente la base material que sustentaba la convivencia de los cubanos?

    Y queda, por supuesto, la más importante de todas las preguntas: ¿qué ocurrirá en el futuro, ahora que Fidel Castro yace en el cementerio de Santa Ifigenia, bajo una pesada lápida, cerca de la tumba de José Martí? Ese será el tema de un próximo artículo.

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  7. Pan y libertad

    Por Alcibiades González Delvalle

    Con motivo del fallecimiento de Fidel Castro se difunden los datos estadísticos sobre la bonanza económica de Cuba en tiempos de la dictadura del sargento Fulgencio Batista, derrocado por Castro en 1959.

    En efecto, su producto interno bruto (PIB) fue uno de los más altos del continente. Sus noches deslumbrantes, de música y champaña, estaban lideradas por el famoso Club Tropicana donde los millonarios norteamericanos hacían una alegre pausa al severo puritanismo en su país. Los más conocidos mafiosos tenían su cueva en La Habana. Y no cualquier cueva. Se trataba de los más lujosos hoteles. Corría el dinero a raudales. ¡Cómo no añorar esos tiempos gloriosos! Y sobre todo en comparación con los que vinieron después.

    Pero atención: las estadísticas son muy engañosas. Umberto Eco lo demostró así: en un restaurante dos clientes piden cuatro porciones de pollo de las cuales uno de ellos comió tres. En la estadística aparece que cada uno comió dos porciones.

    Es lo que pasa con el famoso producto interno bruto, ahora profusamente ventilado de los tiempos de la dictadura batista. Olvidémonos de Cuba por el momento y aterricemos en nuestro país. El año pasado –del actual todavía no hay datos– a cada paraguayo le tocó, según el PIB. 4.263 dólares anualmente. Así habrá sido. No tenemos por qué dudar de los datos oficiales. En el 2015, entonces, nos tocó como dos millones veinticinco mil guaraníes mensuales por cabeza. ¿Y qué hay de esas setecientas mil personas que viven en la pobreza extrema? Es decir, que no tienen nada que llevarse a la boca más que algunas veces, alguito, en la semana. Y ya no hablemos de su salud, educación, cultura, deporte.

    Sin embargo, si hiciésemos un documental para promover el turismo, tendríamos un país más deslumbrante que La Habana de Batista. Asombrarían los edificios de la zona de Santa Teresa, las residencias en los barrios de moda, los shopping, los automóviles de 150.000, 200.000 dólares, los clubes exclusivos, en fin, todo ese lujo propio de los países ricos.

    Si queremos presentar el país en su totalidad haríamos otro documental acerca del paisaje humano. Los barrios exclusivos ya no serían tales sino lugares donde la pobreza se amontona; de donde salen los niños a mendigar en horarios en que debían estar en la escuela; de donde salen las madres a rebuscarse en las basuras. No me voy a extender sobre un tema muy conocido. Baste decir que la educación y la salud son un lujo para pocos. En Cuba no existen tales problemas, según informan los organismos internacionales respectivos. Eso sí, en Cuba no se conoce el privilegio de vivir en libertad, la misma que nosotros tenemos para disentir, organizarnos en partidos políticos, difundir nuestras ideas, etc.

    Leemos en El Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres (…) ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo”.

    El pan es alimento, vivienda, salud, educación, cultura, deporte y demás necesidades de una vida digna. ¿Por qué, en la búsqueda de satisfacer lo esencial, debemos renunciar a la libertad? ¿No se puede llevar un bocado a la boca sin las manos encadenadas?

    Por otro lado ¿para qué tanta libertad si no ha de servir para salvar a un enfermo pobre, a un niño desnutrido, a un agricultor sin tierra, a una familia sin hogar?

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  8. Ni la del proletariado

    Por Jesús Ruiz Nestosa

    “A partir de ahora que no se hable más de dictadura. Ni siquiera la del proletariado”. Esto fue lo que dijo Santiago Carrillo, secretario histórico del Partido Comunista Español (PCE) cuando su proscrita y perseguida agrupación fue legalizada después de la muerte del dictador Francisco Franco. Creo que nadie puede poner en duda su ortodoxia ideológica.

    Estuve en Cuba pocos meses después de que hubiera sido fusilado el general Arnaldo Ochoa (13 de julio de 1989). En las paredes podía verse todavía, con facilidad, una pintata que consistía en un 8 montado sobre una “A”, vale decir: Ocho-A. En el juicio que se le siguió a este militar, quien acababa de regresar cubierto de gloria por su participación en la guerra de Angola y gozaba de una enorme popularidad entre la gente, se le acusó de una serie de delitos; incluso, de narcotráfico y haber traicionado a la Revolución, así con mayúsculas, pues en Cuba no se conoce otra. Se declaró culpable y admitió que era justo que lo fusilaran, pues no quería dañar aquel proyecto revolucionario.

    Esta autoinculpación me recordó las descripciones que hacen de los juicios en la Unión Soviética en la era estalinista escritores como Arthur Koestler (“El cero y el infinito”) y Vasili Grossman (“Vida y destino”), en las que acusados inocentes reconocían todas las culpas necesarias, pues de este modo sus familiares no serían perseguidos después de su ejecución. Ochoa siguió el mismo camino.

    Aquellos escritores existencialistas de los años 50 y 60 del siglo pasado decían que hasta que la muerte no pusiera la línea final a la vida de una persona, no era posible realizar la suma total de sus actos para sacar conclusiones. Ahora que se tiene ya la suma cerrada de la vida de Fidel Castro, es el momento de tratar de realizar los balances de lo que significó una larga, casi interminable, trayectoria dictatorial de su país.

    Lo primero que plantean sus defensores es que acabó con el analfabetismo en la isla, que no hay un solo niño sin escolarizar, y que la medicina ha logrado avances notables, lo que asegura asistencia médica para todos los pobladores. Es decir: educación y salud. ¿Es posible agregar otros logros? Plantó cara al imperialismo norteamericano. No lo derrotó. No lo hirió. Ni siquiera lo lastimó. Pero le plantó cara. Y cuando se le quiso ir la mano con la crisis de los misiles nucleares (octubre de 1962), la situación se puso tan tensa que debió devolverlos rápidamente a Moscú.

    Quiso convertir Cuba en un referente político, socialista e, incluso, cultural para el resto del mundo. Creó así la Casa de las Américas, que anualmente entregaba un premio literario que gozaba de mucho prestigio entre la intelectualidad de izquierda. Se premiaban, desde luego, las obras que respondían a una línea de “literatura comprometida”. Pero como decía Borges: “Hablar de literatura comprometida es como hablar de la geometría vegetariana”. Cuando el colapso de la Unión Soviética y el final del idilio económico, se tuvieron que hacer recortes y la cultura fue una de sus primeras víctimas.

    Exportar la revolución no fue tampoco un plan exitoso. Fracasó en todas partes, sumergiéndose los regímenes apadrinados por La Habana en intolerables dictaduras y dinastías familiares. Dos casos recientes: Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, quien transformó la Constitución de su país para poder ser reelegido todas las veces que él lo desee; es decir, siempre.

    Con la desaparición de Fidel, no hay nada que festejar ni nada que lamentar. Otros grandes dictadores como él, Hitler, Mussolini, Stalin, Mao Tse Tung, marcaron la historia del siglo XX, fueron enterrados los dos últimos en mausoleos ampulosos y grandilocuentes. Hoy, nadie sabe dónde se encuentran sus cuerpos. El primero de ellos, dice la leyenda popular, estaría enterrado en el Chaco paraguayo. Lo único cierto es que Fidel ha dejado atrás un país pobre, atrasado, que tendrá que realizar esfuerzos gigantescos –ojalá que incruentos– para entrar al mundo contemporáneo.

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  9. El 25 de noviembre y la justicia poética

    Por José Antonio Zarraluqui

    Cuando un personaje extravagante instalado por décadas en los titulares del mundo entero fallece es inevitable que las reacciones sean variadas, desde los vituperios groseros a los halagos excelsos. Aunque siempre haya quien pretenda quedar bien con Dios y con el diablo, tarea imposible hasta para el vicario de Jesucristo.

    Así, el presidente Barack Obama, quien en el pasado trató de acercarse a Fidel Castro y lo más que pudo fue llegar al hermanísimo Raúl, valladar oficial para cuantos deseaban echar una ojeada y a lo mejor hasta tocar con un dedo al último dinosaurio, aunque sí lo colmó de concesiones en nada correspondidas, ahora se ha sentido en la obligación de emitir un comunicado en el que expresa que será la historia quien valore “el enorme impacto de esta figura singular en la gente y el mundo a su alrededor”.

    Claro que será valorado, como al camarada Stalin lo valoran por las purgas a que tan dado era y por los millones que envió al gulag pues tenía que aplastar a los agricultores explotadores que no admitían el establecimiento de un mundo más justo. Y como al compañero Hitler lo valoran los judíos y gitanos que escaparon a su justa cruzada contra razas inferiores que pretendían chupar la sangre alemana.

    Fidel es de esa estirpe de figuras singulares que tienen asegurado un lugar en la historia universal de la humanidad. Como Atila, Gengis Khan, Mao, Pol Pot, los Kim, los ayatolás, Suharto, Nerón, Mussolini, Abdul Hamid, Saddam Hussein, Amin Dada, Dessalines, Duvalier, Trujillo, Gómez, Ortega y Chávez entre otros esforzados abanderados del autosacrificio en aras del bienestar de los pueblos. Figuras singulares dignas de no ser olvidadas.

    Pero Obama además se acordó de la población cubana y dejó claro que sus pensamientos y oraciones están con ella en estos momentos. Los míos también, no faltaba más, aunque especialmente están con José Martí por el agravio de que es objeto. Si es malo el bicho que están enterrando, el bicho enterrador es peor. Porque mira que se necesita mala entraña para inhumar a Castro junto a Martí. ¿Acaso pretenden que el apóstol de la independencia cubana no disfrute ni un minuto de reposo en el futuro?

    El deceso de Fidel Castro debo reconocer que me sorprendió, convencido como estaba de que gracias a su pacto con el demonio lo tendríamos para siempre en el Caribe. No sé qué habrá pasado entre esos dos seres del mal aunque malicio yo que el discípulo intentó jugarle alguna mala pasada al maestro y el maestro le dijo: “Cómo, ¿bailando en casa del trompo? Pues se te acabó el tumbao, recoge y te mudas al infierno”.

    La fecha que escogió el maligno para llevárselo me sorprendió igualmente. Porque fue un 25 de noviembre cuando el compañero hijo de tal en jefe con la bendición de Belcebú zarpó de Tuxpán, México, a bordo del yate Granma rumbo a la isla para arruinarla. Y fue un día de acción de gracias, otro 25 de noviembre, cuando pescadores floridanos encontraron flotando a un niñito salvado de los tiburones por los delfines tras el naufragio de una embarcación de cubanos que huían del infierno y en el cual la madre de la criatura se ahogó. Pero el episodio Eliancito lo utilizó magistralmente Fidel Castro en una de las campañas publicitarias más exitosas de la historia.

    Sin embargo, tal como me hace notar Lucy fue asimismo un 25 de noviembre cuando me ingresaron en los campos de concentración llamados unidades militares de ayuda a la producción (UMAP). Y, como si aquello no hubiera sido suficiente para el infeliz que firma, años después otro 25 de noviembre entré en la Cabaña para extinguir una sanción carcelaria por un supuesto delito de propaganda enemiga. Pues entonces queda claro que, por lo menos en lo que a mí concierne, la fecha en que Fidel Castro largó el piojo constituye una especie de justicia poética.

    Pásatelo bonito, Fidel.

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  10. Fidel Castro arrasó con la dignidad de los cubanos

    A Fidel Castro, el sanguinario tirano que llevó al paredón de fusilamiento, a la cárcel o al exilio a centenares de miles de sus compatriotas a lo largo de 50 años de poder omnímodo, sus panegiristas lo están intentando reivindicar como un defensor de la “dignidad” cubana, incluidos algunos hipócritas que se consideran demócratas pero que, en realidad, de ninguna manera desearían que en su país se instale un modelo opresivo similar al del “tiranosaurio” fallecido. Como mal podrían afirmar que un régimen totalitario de partido único, que niega las libertades de expresión y de asociación, entre tantas otras, sea una manifestación cabal del sistema democrático, alegan que ha servido para defender el honor del país, sin doblegarse ante el oprobioso “imperialismo yanqui”.

    El argumento no resulta original, pues también el totalitarismo nazi se preciaba de haber recuperado la “dignidad” alemana, violada por el Tratado de Versalles, pero puede seducir a quienes identifican la nación con un infalible “Máximo Líder” o con un cierto tipo de Gobierno, cualquiera sea la ideología que lo inspire.

    En el caso cubano, el embargo dispuesto en 1959 por el presidente Eisenhower con motivo de las confiscaciones de empresas norteamericanas vino como anillo al dedo para que el castrismo lo calificara un acto de agresión, incluso a veces confundido adrede con el bloqueo dispuesto en 1962 por el presidente Kennedy para impedir la instalación de misiles soviéticos en la isla.

    La medida le resultó muy útil al sanguinario régimen cubano, no solo porque planteó la cuestión en términos nacionalistas, sino también porque se valió de ella para echarle la culpa al bloqueo del rotundo fracaso económico del comunismo, pese a que el embargo no afectaba las relaciones comerciales de la isla con otros países del mundo.

    Para identificar su régimen sanguinario con la patria misma, Castro se apropió de la figura señera de José Martí –así como Hugo Chávez lo hizo con la de Simón Bolívar–, el mismo héroe de la lucha cubana contra el dominio español que señaló en el siglo XIX que “dos peligros tiene la idea socialista: el de las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas, y el de la soberbia y la rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo, empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse como frenéticos defensores de los desamparados”.

    La ambición del sátrapa Fidel fue tan desmesurada como su crueldad. Derrocó al dictador Fulgencio Batista para someter luego a Cuba con mucho mayor rigor, traicionando a quienes habían luchado por la libertad, como el comandante guerrillero Hubert Matos, a quien encarceló durante veinte años por haber denunciado ya en 1959 la creciente influencia comunista en el proceso revolucionario.

    En 1962, la afamada cantante Celia Cruz, que había salido de Cuba porque intuyó dos años antes que Castro quería implantar una férrea dictadura comunista, no pudo volver a ella para asistir al sepelio de su madre, ya que el mandamás, como lo hacía también Alfredo Stroessner, no perdonaba ni olvidaba a quienes de algún modo defendían, justamente, su propia dignidad. Si no respetó la de quienes tenían una orientación sexual distinta a la suya, como los homosexuales a los que recluyó en los campos de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) para ser “reeducados”, tampoco le importó obligar al poeta Heberto Padilla a realizar, en 1971, una humillante autocrítica, tras las semanas de reclusión y golpizas que sufrió en un recinto de la policía secreta por haber dado un recital que disgustó al todopoderoso. Y como las personas eran para él solo medios para obtener algún fin, no tuvo ningún escrúpulo en incluir a quienes consideraba como “un peligro para la sociedad” –delincuentes comunes y retardados mentales– entre quienes en 1981 se refugiaron en la embajada peruana para salir luego hacia Miami en el llamado “éxodo de Mariel”.

    Estos pocos casos que ilustran la iniquidad del castrismo fueron conocidos en su momento por la opinión pública mundial, pero no así los nombres de cada uno de los fusilados, ni los de cada uno de alrededor de 70.000 balseros que se ahogaron en el estrecho de Florida al intentar huir del paraíso insular, ni los de casi 15.000 jóvenes soldados cubanos muertos en Etiopía y Angola, en nombre del “internacionalismo proletario”, es decir, de los intereses geopolíticos de la Unión Soviética.

    Resulta que el mismo campeón del antiimperalismo, que tuvo el descaro y el cinismo de hacer incluir a Cuba entre los países “no alineados” en la confrontación Este-Oeste, aparte de lamentar que los misiles soviéticos hayan sido retirados de la isla, sin importarle un bledo el grave riesgo de una guerra nuclear, también aplaudió en 1968 la invasión a Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia, acaso en retribución por los subsidios anuales que sus patrones moscovitas le daban para tratar de mantener a flote su ruinosa economía, con unos salarios de hambre que obligan a profesionales universitarias a prostituirse, a perder dolorosamente su dignidad por los dólares que podían darles los turistas alojados en zonas exclusivas a las que no tienen libre acceso los cubanos de a pie.

    Es absolutamente inaceptable decir que se respeta la dignidad de un pueblo cuando se viola sistemáticamente la de los individuos que lo componen. Las personas que no pueden informarse ni opinar por temor a ser castigadas no pueden elegir libremente a sus gobernantes, no pueden agremiarse con sus pares para formar un sindicato, sufren un severo menoscabo de su dignidad personal. Por eso, toda dictadura, sea ella de izquierda o de derecha, es incompatible con ese atributo inherente al ser humano.

    A pesar de todo, después de años de propaganda atemorizante y de represión masiva, hay en Cuba hombres y mujeres valientes, como el inclaudicable periodista Guillermo Fariñas, la talentosa bloguera Yoani Sánchez y las admirables Damas de Blanco, esposas y familiares de presos políticos, que dan testimonio diario de su amor a la libertad, es decir, a la dignidad ultrajada por un déspota ensoberbecido y sus abyectos secuaces, encabezados hoy por su hermano Raúl Castro, otro “tiranosaurio” como el que alguna vez padecimos.

    Sin embargo, no tardará mucho en que los cubanos volverán a vivir en libertad, y ese día, sí, florecerá la verdadera dignidad de su patria.

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  11. El romance de la izquierda con Fidel

    Por Julián Schvindlerman (*)

    Dentro de su gran cobertura del fallecimiento de Fidel Castro, Clarín orgullosamente publicó una fotografía del día en que el dictador cubano visitó la redacción del diario. Se veía a Fidel hablando, rodeado del director del medio, el editor de internacionales y dos periodistas estrella, todos escuchando con fascinación lo que fuere que el sabio comunista estuviere afirmando. Ceños fruncidos, gestos concentrados, poses atentas. Toda una coreografía de devota atención. En lo que a representaciones iconográficas del desvarío ideológico del progresismo contemporáneo se refiere, esta debería ser considerada un clásico. Salió el sábado pasado. Es de colección.

    En la apta observación de James Taranto, del Wall Street Journal, mientras que el conservadurismo hizo duelo durante los cincuenta y siete años de gobierno castrista en Cuba, ahora le toca al progresismo velar a uno de sus íconos predilectos. Y vaya si lo duelan. “Hay en Fidel, en él, una parte importante del pueblo cubano, una estatura de Quijote”, exclamó con generosidad José Mujica. “Fidel fue un líder dedicado a la defensa de su tierra y de su gente, así como de la verdad y la justicia”, declaró autorreferencialmente

    Mahmoud Abbas. Justin Trudeau, premier de una nación libre y vecina de Estados Unidos, corporizó el amor de izquierdas por Fidel al caracterizarlo de “revolucionario y orador legendario”, “líder destacado”, de “tremenda dedicación al pueblo cubano”. ¿Podía tornarse esto más patético todavía? Por supuesto que sí.

    John Carlin en El País de España conjuró esta reflexión que será un monumento a la estrechez intelectual para la posteridad: “Piense lo que uno piense de su ideología o de su sistema de gobierno, lo que nadie puede dudar es que fue un coloso en el escenario mundial, heroico en su narcisismo y en su hambre de poder, sin duda, pero también un líder luminoso, un hombre audaz, un genio de la persuasión política que supo en sus entrañas, como Napoleón o las grandes figuras de la mitología griega, que había nacido para la grandeza. ¿Un dictador? Sí. ¿Brutal? Sí. Pero también un líder con una visión generosa de lo que debería ser la humanidad”. Con la izquierda comparando a Castro con el Quijote y Napoleón, uno ya puede advertir que se pasaron de raya en su adulación.

    Su caballito preferido de batalla es hacer hincapié en los logros educativos y de salud en la isla. Fidel habrá sido un tirano despiadado que encarceló a homosexuales, ejecutó a disidentes y asfixió el desarrollo económico, admitirán (cuando raramente lo hacen) pero, ¿acaso no es genial lo que hizo con los hospitales y las universidades? Corramos de lado la evidencia que apunta a lo opuesto –que hay faltantes de aspirinas en los hospitales de Cuba y que es Harvard, y no la Universidad de La Habana, el imán académico para los estudiantes del mundo– y llevemos este razonamiento a su última conclusión.

    Pinochet mejoró la economía chilena de manera espectacular. ¿Lo convierte eso en un “líder luminoso” a pesar de las desapariciones de personas? Hitler promovió la cultura musical alemana apreciablemente desde que tomó el poder. ¿Lo convierte eso un “líder destacado” más allá del Holocausto? Porque si los éxitos económicos, culturales, educativos o de cualquier otro tipo han de prevalecer sobre las atrocidades humanitarias, entonces ¿dónde está el límite entre la ponderación fría de la gestión y el horror moral ante las conductas de los tiranos? ¿Existe tal límite? La izquierda ya dio su respuesta, y fue un sonoro no.

    Según el diario La Nación, el líder cubano pronunció cerca de 1.150 discursos entre 1959-2008. El primero, o uno de los primeros, tras el triunfo de la revolución en 1959: duró nueve horas. En 1960 disertó en las Naciones Unidas: cuatro horas y veintinueve minutos. En 1998 dejó constancia de la alocución más extensa ante la Asamblea Nacional cubana: siete horas y quince minutos. Incluso a la entrada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenas Aires disertó Fidel, en el 2003: tres horas. ¿No se dan cuenta los progresistas de que están celebrando a un loco? ¿De veras no entienden que están aplaudiendo a un hombre psicológicamente averiado? ¿Este demente es su modelo político?

    Ya que estamos con el tema de los soliloquios del revolucionario caribeño, recordemos su más célebre. En su alegato ante el juicio por el asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, en 1953, Fidel Castro grandiosamente declaró: “Condenadme, no importa. La historia me absolverá”. No, Comandante, la historia no lo hará. Solo lo absolverán sus fieles fans progresistas. [©FIRMAS PRESS]

    * Autor de “Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío” (Debate).

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  12. Fidel Castro fue todo menos un valiente

    Por Andrés Oppenheimer

    No es elegante criticar a alguien que acaba de morir, pero viendo los mensajes de jefes de Estado de todo el mundo exaltando la supuesta valentía del recién fallecido gobernante cubano Fidel Castro, hay que decir la verdad: Castro fue todo menos un valiente. Por el contrario, fue un cobarde.

    En primer lugar, fue un cobarde porque no permitió una elección libre en 57 años, desde que asumió el poder en 1959. Solo alguien que tiene miedo de perder no se anima a medirse con otros en elecciones libres.

    En segundo lugar, Castro fue un cobarde porque nunca permitió un solo periódico independiente, o estación de radio o televisión no gubernamentales. Sus críticos ni siquiera tenían acceso a los canales oficiales. Era como si no existieran.

    Castro daba la enorme mayoría de sus entrevistas a periodistas, modelos o figuras deportivas que le rendían pleitesía. Y las pocas entrevistas que dio a los periodistas serios fueron monólogos, en los que él hablaba todo el tiempo.

    Recuerdo que a finales de la década de 1980, cuando le pedí al premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez que intercediera por mí para pedirle una entrevista con Castro, se rió y me dijo: “¿Para qué quieres una entrevista con Fidel? Él nunca dice algo en una entrevista que no haya dicho en uno de sus discursos de cinco horas”.

    El temor de Castro de perder su imagen omnipresente de Máximo Líder era tal que había prohibido a los medios hablar sobre su vida privada. Tenía que ser retratado como un semidios que había sacrificado su vida para el bien público. Durante décadas, el nombre de su esposa y sus hijos fueron un secreto de Estado.

    En un viaje a Cuba a principios de la década de 1990, un periodista del diario Juventud Rebelde de la juventud comunista me dijo que había sido reprendido por su jefe por tratar de publicar una foto de Castro comiendo en una cena. El comandante nunca podría ser mostrado comiendo, me dijo el periodista.

    Incluso las circunstancias de la muerte de Castro pueden haber sido un montaje gubernamental: los medios oficiales cubanos dicen que murió el 25 de noviembre, que es el mismo día en que Castro y sus guerrilleros salieron del puerto mexicano de Veracruz en el yate Granma en 1955 para iniciar su insurrección armada en Cuba.

    ¿Habrán trucado la fecha de su muerte para mostrarla como un viaje heroico hacia el más allá, que coincide con la fecha del inicio de su gesta revolucionaria hace seis décadas?

    Tercero, Castro fue un cobarde porque no permitió ningún partido político independiente. Según la Constitución cubana redactada por Castro, solo el Partido Comunista –que él presidió durante décadas– está permitido en la isla.

    Castro usó el embargo comercial estadounidense como una excusa para prohibir partidos políticos independientes o libertad de reunión. Incluso después de que entregó la presidencia a su hermano Raúl, aunque siguió siendo una poderosa figura detrás de bambalinas, el régimen cubano intensificó la represión a los oposición pacífica a pesar de la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba que inició el presidente Obama en 2014.

    Según la Comisión de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional de Cuba, un grupo no oficial, los arrestos políticos documentados se han disparado de 6.424 en 2013 a 9.125 en lo que va de este año.

    En cuarto lugar, Castro fue un cobarde porque nunca permitió a las instituciones financieras internacionales monitorear o verificar las alegres estadísticas económicas de su gobierno.

    Castro se jactaba de que Cuba redujo la pobreza y mejoró la salud y la educación, y gran parte de la prensa internacional se lo creyó sin cuestionamientos. Pero a diferencia de la mayoría de los países, Castro nunca permitió que el Banco Mundial u otras instituciones internacionales creíbles realizaran estudios independientes en la isla.

    Se jactaba de los avances educativos de Cuba, pero nunca permitió que Cuba participara en las pruebas del Programa de Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA). De hecho, muchos estudios demuestran que otros países como Costa Rica hicieron más progreso social que Cuba, sin pagar el precio de ejecuciones masivas, encarcelamientos y exilios.

    En quinto lugar, Castro nunca permitió a organizaciones internacionales de derechos humanos llevar a cabo investigaciones in situ sobre los abusos contra los derechos humanos. Según el grupo de investigación Cuba Archive (cubaarchive.org), Castro fue responsable de 3.117 casos documentados de ejecuciones y 1.162 casos de ejecuciones extrajudiciales. En cualquier otro país, habría sido declarado un criminal de guerra.

    Lo siento, pero no me impresiona para nada la narrativa convencional de que Castro fue un valiente revolucionario que desafió a 10 presidentes de Estados Unidos y sobrevivió a innumerables intentos de asesinato.

    Los líderes valientes son aquellos que tienen el valor de competir con otros en elecciones libres. Castro era un cobarde que nunca se atrevió a permitir que su gente ejerciera sus derechos básicos, y que condenó su isla a la miseria.

    Su muerte tendría que ser un recordatorio de que no hay tal cosa como un dictador bueno. Ya se trate de un autócrata derechista como Augusto Pinochet o de un izquierdista como Castro, todos los dictadores son malos y, en el fondo, cobardes.

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  13. Mito
    30 de noviembre, 2016
    Cuando la realidad se vuelve tan compleja, pesada y difícil de admitirla surge el mito para explicar de manera sencilla, maniqueísta y mentirosa la vida misma. Se ha ido uno de los grandes maestros del arte de manipular la realidad hasta volverla pregón, dogma y mito. Se fue Fidel Castro, quien gobernó con mano de hierro Cuba por 49 años y 49 días. Se fue un astuto y funcional actor de la Guerra Fría que con la crisis de los misiles logró no solo que la URSS fuera el garante de su seguridad sino que también recibió 5 mil millones de dólares anuales (la misma cantidad que EE.UU. otorga a Israel) con los que incluso acabó con la excelente y vanguardista producción de azúcar. Se fue Fidel Castro pero dejó su herencia. Un legado de crueldad y retraso que se pretendió justificar por sus logros en educación y salud. ¿Para qué uno sabe leer si no puede escoger los libros que desea, o escribir si solo está permitido la prensa oficial y proscripta la crítica? ¿O estar sano si vive encerrado en la mayor prisión de América?

    De estas incoherencias Fidel hizo catecismo y como hábil prestidigitador se encargó de contradecir la razón con los mismos argumentos con los que se los criticaba. Cuando le espetaban la falta de libertad cuestionaba de qué sirve si con ella elegimos a nuestros verdugos o con la democracia que solo prohíja una cáfila de políticos sinvergüenzas. Tenía siempre una respuesta hasta que la realidad le pasó la factura. La salud cubana no era tan buena como preconizaban, pues la primera operación en su cuerpo la llevó adelante un español traído de emergencia. Con Chávez se comprobó lo mismo. Abandonó la operación del poder pero siguió habitando en su sombra. Se disfrazó con un traje deportivo de una conocida marca alemana (ya sabremos pronto si hubo sponsoreo detrás) y recibió en su casa a quien tuviera tiempo de compartir en vivo con un habitante real del jurásico político mundial. Pocos pudieron evitar su magnetismo. Fernando Lugo pidió permiso al Congreso del Paraguay para una revisión de la rodilla cuando en realidad quería estar arrodillado recibiendo las lecciones del viejo tirano devenido en gurú.

    Cuba sigue en su pobreza. La misma que dio origen a su levantamiento contra Batista. Se quejó muchas veces del mismo sistema que diseñó y que cambió innumerables veces buscando dar con la tecla que combine autoritarismo y progreso económico. Otros dictadores políticos lo lograron (los de Singapur, Corea o Taiwán) él: no pudo. Se lamentó de la pereza tropical de su pueblo o de su falta de entusiasmo con el trabajo no comprendiendo jamás cuales eran los motores que hacían que los ciudadanos tengan deseo de progresar y desarrollarse. Creó una tenebrosa policía política cuyo know how lo extendió por toda América y parte de África. No pudo nunca contra la cultura de EE.UU., cuyos valores deportivos y artísticos siguieron siendo muy admirados por su pueblo. Cada balsero le recordaba que las cosas no iban bien adentro. Jugó hasta con ellos como en el caso del Mariel y convirtió cada tema particular con EE.UU. en un asunto de Estado, como el de Elián González. La más cruel de las ironías es que el día en que empezaban las pompas fúnebres aterrizaba en La Habana el primer vuelo comercial de American Airlines desde Estados Unidos.

    El mito del revolucionario, del David tropical frente al Goliat vecino, el mismo al que sus seguidores le perdonaban todo se fue el viernes con nocturnidad y alevosía, como todos sus actos de representación política y mitológica.

    Benjamin Fernandez Bogado

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  14. Los tres papas de Fidel Castro

    27 de nov de 2016
    Los encuentros con Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio marcan las etapas de la lenta transición cubana

    1996. Castro visita a Wojtyla. Era el 19 de noviembre de 1996 cuando Fidel Castro fue recibido por primera vez en el Vaticano por el Papa Wojtyla. La audiencia se llevó a cabo en la Biblioteca privada en tono cordial y conversaron durante 35 minutos. Al finalizar la visita Castro expresó su deseo de recibir pronto al Papa en Cuba; Wojtyla agradeció y envió su bendición al pueblo cubano. El entonces portavoz de la Santa Sede, Navarro Valls, informó sobre el encuentro, que no necesitó intérpretes, y comunicó a la prensa que el Presidente había invitado al Papa a visitar Cuba, especificando, sin embargo, que no había una fecha prevista, aunque ambos esperaban que pudiera ser al año siguiente. El portavoz vaticano recordó las palabras de agradecimiento de Castro por el aporte de la Iglesia en el campo de la educación y de la asistencia en la isla. El presidente cubano dedicó mucho tiempo a visitar los lugares sagrados del Vaticano demostrando un profundo conocimiento histórico y religioso.

    1998: Juan Pablo II en Cuba. La visita de Juan Pablo II se concretó entre el 21 y el 26 de enero de 1998, y el Papa no estuvo solo en La Habana sino también en Camagüey, Santa Clara y Santiago de Cuba. El 23 de enero el Pontífice fue recibido en audiencia protocolar por Fidel Castro en el Palacio de la Revolución (sede del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros). A los encuentros de tipo oficial se sumaron otros más breves, entre ellos uno sorpresivo el 25 de enero, cuando Castro hizo acto de presencia en la Plaza de la Revolución y asistió a la Santa Misa junto con su amigo escritor Gabriel García Márquez y varios miembros del Partido Comunista y del Gobierno.

    2012: Fidel Castro y el Papa Ratzinger. Catorce años después Fidel Castro, liberado de sus compromisos políticos debido a la edad y a su estado de salud, fue recibido por el nuevo sucesor de Pedro: Joseph Ratzinger. El encuentro se llevó a cabo en la Nunciatura de La Habana por expreso pedido del anciano presidente. El padre Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede, informó que había sido un diálogo cordial y prolongado. Participaron también la esposa de Fidel, Dalia, y al final del encuentro, sus hijos. El líder mostró interés por los cambios litúrgicos introducidos por Benedicto XVI y recordó sus prácticas religiosas de juventud preguntando al Papa sobre algunos temas que deseaba profundizar. El intercambio de opiniones fue estimulante y activo y en el momento de despedirse, como recuerda el Secretario de Estado de aquel momento, Tarcisio Bertone, Castro deseaba agradecerle a Benedicto por dos beatificaciones que para él eran muy significativas: madre Teresa de Calcuta y Juan Pablo II.

    El encuentro de Fidel Castro con el Papa Francisco, el 20 de septiembre de 2015 en la residencia del primero, tiene un carácter inédito y único. Las seis veces anteriores que Fidel se había encontrado con un Papa (cinco con Juan Pablo II y una con Benedicto XVI) no se parecían ni remotamente a ésta. Entre el Comandante hierático con uniforme y el abuelo con ropa cómoda, entre 1996 y 2015, se había producido una avalancha de eventos históricos, y de todos ellos Fidel había sido testigo e incluso protagonista en algunos casos. Pero el “viejo Comandante” nunca hubiera imaginado que un buen día se presentaría en su casa un argentino tan famoso como su querido amigo Ernesto “Che” Guevara. Cuando nació Jorge Mario Bergoglio, en 1936, el “Che” ya tenía ocho años, y si viviera, tendría 87, dos menos que Fidel. ¿A qué vienen estos recuerdos, o mejor dicho estas asociaciones? Porque, por lo menos desde cierto punto de vista, en estos nombres se resumen los aspectos más esenciales de la historia de los pueblos latinoamericanos en los últimos 90 años. Se produjo la “revolución cubana” con su original componente castro-guevarista en virtud de la cual La Habana, ni siquiera en el período más filosoviético, estuvo completamente condicionada por los diktat del Kremlin (y es bueno recordarlo aunque sabemos que la propaganda multilateral de la Guerra Fría muchas veces nos contó otra cosa). Se verificó lo que los pueblos latinoamericanos consideran, más allá de las posiciones políticas, de partido o ideológicas, un ejemplo de resistencia contra el poder imperial que consideraba la región como su patio privado, como parte de la zona de influencia que le correspondía después de Yalta (y que la URSS, a cambio de su propio patio, aceptaba en los hechos sin protestar demasiado), concretando de esa manera la cara latinoamericana de la Guerra Fría. Estuvo Ernesto Guevara y su visión geopolítica, según la cual ese poder se podía derribar con “uno, dos o tres Vietnam”, y de allí su convicción, en base a un análisis equivocado, de lo que él creyó que sería el comportamiento de las masas populares; o que solo el fusil – la violencia – podía abrir las puertas a “una nueva sociedad, a un hombre nuevo”, que él – ateo, pero gran conocedor del cristianismo – refería muchas veces con palabras del Apóstol Pablo. “Sociedad nueva y hombre nuevo” que obviamente el guerrillero argentino no identificaba con el socialismo real ni con el liderazgo político y moral de la URSS. Él tenía una idea completamente sudamericana, en la cual “el espíritu evangélico” estaba llamado a ser la fuerza moral y ética. Estuvo también la Iglesia Católica latinoamericana, la de la teología “del pueblo de Dios”, desde Medellín hasta Aparecida, que siempre estuvo convencida de la necesidad de una revolución, aunque naturalmente una revolución pacífica, sin ninguna violencia, capaz de remover las estructuras de pecado que eran el origen de tanta injusticia e inequidad, de humillaciones, lutos y sufrimientos. Una revolución del corazón y de la conciencia, los únicos recursos verdaderos y seguros para desmontar las estructuras sociales inaceptables.

    En definitiva, el encuentro del Papa Francisco con Fidel Castro fue un evento de gran intensidad humana que resume en pocos minutos y en unos pocos fotogramas casi un siglo de historia latinoamericana. Fue la visita pastoral de un sacerdote a una persona anciana y enferma que durante mucho tiempo miró con desconfianza el catolicismo latinoamericano, que a su vez nutría la misma desconfianza respecto de la revolución de los barbudos verde olivo. Lo que ya no existe es el muro que gradualmente se empezó a derrumbar en tiempos de Juan Pablo II. Todo comenzó con Fidel en el Vaticano, de uniforme, y terminó con un anciano líder, enfermo pero lúcido y curioso, que recibe en su casa, con ropa cómoda, al Sucesor de Pedro, dando comienzo, probablemente, a una nueva etapa: no más enfrentamientos y separaciones, sino encuentro y colaboración, porque, como dijo Barak Obama, “se puede estar en desacuerdo educadamente” si no perdemos de vista que somos todos hermanos incluso con nuestras diferencias y diversidades. Una verdadera lección de humanidad que todos, pueblos y naciones, estamos necesitando de manera urgente, sobre todo cuando a veces parecen tomar la delantera los sembradores y profesionales del odio y del antagonismo, enmascarados de íntegros defensores de la pureza de la doctrina, de la fe y de los valores y principios – según ellos – “evangélicos”.

    por Luis Badilla

    fuente: Tierras de América

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  15. La muerte de un símbolo
    El deceso de Fidel Castro marca en América Latina el simbólico fin de la posguerra, la que en realidad había terminado hace tiempo, opina Uta Thofern.

    Fidel Castro ha muerto. Esto es para mucha gente en América Latina como si en Alemania muriera Helmut Kohl. Aun siendo ambas personalidades históricas tan distintas, ubicadas ambas en posiciones políticas tan distantes, es posible hallar un punto en común entre ellas: su significado simbólico para una fase de la historia reciente, la de la posguerra. Muchas generaciones, a ambos lados del Atlántico, crecieron con Fidel Castro. Cuba y Castro son sinónimos de Bahía Cochinos y la Crisis de los Misiles, puntos álgidos y difíciles de la Guerra Fría que vistos en perspectiva adquieren otra dimensión.

    El «Máximo Líder” fue durante décadas un abanderado del comunismo, amado por unos y odiado por otros. Tras la temprana muerte del considerablemente más carismático Ernesto «Che” Guevara, Castro heredó el papel de figura simbólica de la revolución cubana, e incluso cuando nunca llegó de forma masiva a las camisetas de los socialistas románticos de Europa y Estados Unidos, siempre entregó una imagen positiva del comunismo. En los años setenta y ochenta del siglo pasado, la dictadura cubaba respiraba un aire de serenidad tropical que ejercía una gran atracción. A ello se sumaba la imagen de un David contra Goliat, la pequeña isla en medio del enorme océano del imperialismo estadounidense.
    Cuba y el significado del comunismo
    Nunca el comunismo despertó tanta simpatía en occidente como con Cuba. También por eso el «socialismo tropical” fue una espina tan dolorosa clavada en las carnes de todos sus opositores. Para los seguidores de Fidel, una razón más para amarlo. Y en Latinoamérica, sobre todo, también un motivo de orgullo. Para sentir una secreta simpatía por la pequeña nación insular que casi puso de rodillas a la enorme potencia del norte no se necesitaba ser comunista.
    Castro tuvo un mayor significado para aquellos que tenían reales esperanzas en la revolución cubana, en el socialismo y el comunismo como representación de una vida mejor. Ellos fueron y son muchos en Latinoamérica, el continente de las desigualdades sociales. Y, claro, no todo era malo en Cuba, donde el sistema de salud sigue siendo, hasta hoy, uno de los mejores de la región, e incluso en los peores tiempos a los cubanos les fue mejor que a los haitianos, apenas una isla más allá. Pero en la realidad la gran mayoría no pudo cumplir sus expectativas. Que el mundo mejor para Cuba era algo parcial y solo posible gracias a las subvenciones de la Unión Soviética, y que el precio de ello era la libertad, solo se podía saber gracias a reportes de los medios de comunicación.
    El mito de Fidel mantuvo su magia
    El problema es que hasta hoy obtener informes sobre y desde Cuba es difícil. Esto fue utilizado durante la Guerra Fría como propaganda por la que hoy es calificada como «prensa mentirosa”. Así pudo el mito de Fidel mantener intacta su magia, y por ello será llorado por muchos en el mundo entero como un justo héroe en la lucha por los más desposeídos. Que los ideales de la revolución habían sido enterrados bastante antes que él y que también su propio país tomó un camino totalmente distinto… bueno, eso da un poco igual.
    El comunismo de Castro se hundió junto con la Unión Soviética. La variante del nuevo siglo, la llamada «revolución bolivariana”, y el nuevo patrón llamado Venezuela, están camino a la quiebra. Por eso Cuba ha tomado una vía hacia el capitalismo y busca también un acercamiento con Estados Unidos. Como sea, sobre la libertad no se ha hablado mucho en este nuevo modelo para Cuba.
    La muerte de Fidel Castro no cambiará nada en el desarrollo de la isla. El hombre, que fue hecho monumento en vida, hace años que no tiene nada que decir. Sin embargo, de alguna manera, me faltará Fidel, el uniformado barbudo con el habano que me acompañó durante toda mi juventud.

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  16. Fidel Castro: la revolución cubana, su legado
    Icono de la revolución cubana, Fidel Castro ha muerto, dejando el gran interrogante de cuánto tiempo podrá sobrevivir el modelo cubano, en medio del deshielo con EE. UU., a quien fuera su máximo líder.

    El destino parece haberse empeñado en conferir a Cuba un lugar especial en la historia. Para España, perder a la isla caribeña (su última colonia americana) en 1898 significó una herida que tardó décadas en cicatrizar y que aún tiende a sangrar a veces en el espíritu de algunos ibéricos nostálgicos. Para Estados Unidos, Cuba fue desde la revolución castrista la espina permanentemente punzante. Y si bien el llamado deshielo matizó este aspecto en años recientes, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca abre de nuevo algunas interrogantes sobre la relación cubano-estadounidense.
    Pocas figuras han despertado tantas pasiones como Fidel Castro, que intentó plasmar su proyecto de mundo en una isla caribeña. Ídolo para unos, tirano para otros, las emociones estuvieron siempre a flor de piel en el caso del octogenario revolucionario cubano, empañando la mirada retrospectiva de fervientes admiradores y acérrimos detractores.
    Los logros de la revolución
    Más allá de los logros de la revolución cubana en materia de educación y de salud, nada menospreciables en vista de las condiciones imperantes en buena parte de América Latina, La Habana se ha podido vanagloriar por décadas de una hazaña en particular: haber resistido al asedio de gobiernos estadounidenses -demócratas o republicanos-, que intentaron por diversos medios acabar con el régimen de Castro. Más aún, cuando terminó de desplomarse el imperio soviético, Cuba logró sobrevivir a la debacle ideológica y práctica que le significó quedarse sin el amparo del gran hermano comunista. El deshielo entre Cuba y EE. UU. no ha tocado hasta el momento la plataforma ideológica de la revolución.

    Convertida en algo así como el último reducto del proyecto marxista, Cuba se aferró a su revolución, haciendo algunos ajustes para mantenerse a flote. Una vez más, Fidel Castro dio prueba de su habilidad política y de su capacidad para mantener viva la ilusión revolucionaria, insistiendo en la vieja consigna de «patria o muerte».
    La amenaza del desencanto
    Pero la realidad hablaba ya desde hace tiempo otro lenguaje. Desde que se derrumbó el orden internacional bipolar, Cuba dejó de ser paulatinamente el aguijón del enemigo plantado a escasos kilómetros de Estados Unidos. Cierto es que Washington mantuvo el embargo, pero comenzó a quedar en evidencia que la principal amenaza para el régimen de La Habana está en el desencanto de los cubanos, forzados a renuncias y privaciones múltiples en aras de un sueño que ya no conlleva la promesa de triunfo.
    La consecuencia fue una renovada arremetida contra la disidencia interna, que llevó incluso a provocar una seria crisis en las relaciones entre la isla y la Unión Europea. La «vieja Europa», que por años se resistió a caer en la lógica de la Ley Helms Burton y apostó por el «diálogo crítico» con La Habana, se vio confrontada con un líder caribeño duro en las palabras y en los hechos, empeñado en imponer su verdad cautivando a la gente o, de estimarlo necesario, reprimiendo y pisoteando derechos humanos. El «máximo líder” no comprendió que disentir no es delito, ni que la libertad implica también la opción política individual. Eso lo sitúa en el bando de los totalitarios, por mucho que les duela a sus admiradores. De ahí se deriva también la principal debilidad del modelo cubano, que arriesga mayores dosis de apertura desde que Raúl Castro asumió el timón, cuando la salud dejó de acompañar a Fidel. La enfermedad finalmente venció al viejo patriarca pero, al mismo tiempo, le deparó uno de sus grandes triunfos: haber muerto en su cama, de muerte natural.

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  17. La muerte de una revolución
    Por MARTÍN CAPARRÓS

    Y al final se murió. Durante años y años tantos esperaron —y tantos temieron— la muerte del doctor Fidel Alejandro Castro Ruz como el momento en que todo cambiaría en su país. Ya es tan tarde que es probable que no: que los cambios más visibles sean simbólicos. Él mismo, a esta altura, ya era un símbolo. Se discute de qué; yo creo que Fidel Castro simboliza el fracaso más brutal de aquella idea de revolución que también simbolizó.

    Sesenta años son sesenta años son sesenta años. Es difícil pensar sesenta años. Para mí, por ejemplo, son todos menos uno; para muchos lectores son más que los que cuentan. Para el mundo mundial es el tiempo que corrió entre los tocadiscos de 78 rpm y la informática hipercomunicada, pasando por la aparición de la píldora anticonceptiva, el rock and roll, el hombre en el espacio, los transplantes de órganos, la televisión a color, el fútbol por televisión, la ingeniería genética, la amenaza ecológica, el matrimonio homosexual, la caída soviética, el liberalismo triunfante, la unión europea, el boom chino, los coches sin chofer, las muertes de Marilyn Monroe, Kennedy, Churchill, Guevara, De Gaulle, Perón, Franco, Mao, Reagan, Thatcher, Mandela, Picasso, Miró, Bacon, Lennon, Marley, Sinatra, Jackson, Cortázar, Borges, García Márquez, Hitchcock, Fellini, Brando, Gassman, Hepburn, Bergman, Sartre, Beauvoir, Sontag, Lacan, Foucault y unos miles de millones más.

    Hace sesenta años África era colonias; hace sesenta años no había un avión que pudiera volar de Buenos Aires a Madrid. Hace sesenta años exactos, día por día, Fidel Castro y sus 80 compañeros se embarcaban en ese bote llamado Granma para empezar la aventura extraordinaria que los llevaría, dos años después, a entrar victoriosos en La Habana, la ciudad cuyo lema es, premonitorio: “Siempre fidelísima”.

    Esa cruzada convirtió a Castro en el jefe indiscutido de su país durante 47 años; cuando no pudo más se lo dejó a su hermano. Es raro pensar que en un mundo donde casi todo se ha movido tanto hay un país —un solo país— que tiene el mismo gobierno hace más de medio siglo. Es difícil encontrar algo más inmóvil, mejor conservado. Y todo en nombre del cambio por excelencia: de la Revolución.

    El balance es cruel. Aquellos militantes quisieron producir una sociedad “revolucionaria”, capaz de sacudirse la opresión y valerse por sí misma, e hicieron exactamente lo contrario: armaron una en la que confían tan poco que nunca le permitieron gobernarse. Si en más de medio siglo no construyeron una colectividad que pudiera crear sus propios mecanismos, cambiarlos, mejorarlos, su fracaso es profundo.

    Y hubo un día en que ese fracaso se hizo chiste triste. Hace doce años Fidel Castro se cayó en un acto y se rompió el brazo y la rodilla; cuando lo iban a operar —dijo el parte oficial— el comandante “explicó a los médicos que dadas las circunstancias actuales era necesario evitar la anestesia general para estar en condiciones de atender numerosos asuntos importantes”. De esa manera, seguía el parte, “todo el tiempo continuó recibiendo informaciones y dando instrucciones sobre el manejo de la situación”.

    Era patético: un señor mayor que había mandado tanto y no podía darse el lujo de relajarse —en una mesa de operaciones— dos o tres horas para que lo curaran; un señor mayor que creía que, en 45 años, no había conseguido organizar un gobierno y una sociedad que pudieran vivir sin él esas dos o tres horas. Fidel Castro en esa camilla fue la peor refutación de esa idea socialista de que no son los hombres aislados sino los pueblos los que hacen la historia: un caso de individualismo exacerbado.

    Y ahora se ha muerto: la discusión arreciará. Las necrológicas más entusiastas ya resaltan que fue el líder de una pequeña isla que se opuso al gran poder —“al imperialismo”— estadounidense. Es cierto, y no es poca paradoja que un “internacionalista” de armas tomar termine siendo recordado por una gesta nacionalista.

    Las necrológicas también insisten en que fue el líder y modelo de tantos movimientos latinoamericanos; muchas evitan aclarar que fueron, todos ellos, carísimos fracasos. Y se detienen en su condición de hombre frugal, que vivía espartano y no acumuló nada; hoy, cuando la corrupción es la vara de medida más común, ese elogio parece decisivo. Se diría que —a diferencia de tantos políticos actuales— Castro no se aferró al poder por apetencias personales. Era solo que creía que solo él podía hacerlo: el mejor ejemplo de esa “tentación de sí mismo” que tan afanosos le imitaron los demás jefes de la supuesta izquierda latinoamericana.

    Por eso algunos intentan exaltar su modestia: subrayan que no le puso su nombre a una escuela ni a un hospital ni a una calle en todo Cuba. Parece un chiste malo, como esa estantería en una librería de La Habana que anuncia “diversos política” para mostrar diez o doce libros sobre diversos temas políticos… firmados todos por el comandante difunto. Parece un chiste malo cuando uno camina por las calles de cualquier ciudad cubana —esas calles de edificios destruidos, donde el icono por excelencia son los coches que los estadounidenses abandonaron en su huida, donde es más difícil que en cualquier otro lugar del mundo conectarse a internet— y ve esos páneles gigantes que dicen “Fidel entre nosotros” y lo muestran en fotos y dibujos. Parece un chiste casi tan malo como ese que comprueba que la discusión sobre Castro arderá en todo el mundo. Salvo en Cuba, donde cualquier disenso puede costar caro.

    Argumentos más inteligentes subrayan que el régimen de Castro consiguió salud y educación para todos sus súbditos. Es cierto; también lo es que, tras tanto esfuerzo, el “socialismo cubano” terminó creando un sector privilegiado: el 20 o 25 por ciento de la población, que recibe dólares del turismo o de sus parientes emigrados —el 20 o 25 por ciento menos laborioso, menos “revolucionario”—, vive mucho mejor que el resto.

    Últimamente se habla de cambio: se trata, sobre todo, de que Cuba se parezca cada vez más al resto del mundo. Aparecen en sus ciudades tiendas y restoranes donde los extranjeros y los ricos pueden consumir, donde un plato de comida cuesta en dólares el salario mensual de los que trabajan en pesos. Un grupo social —una clase— disfruta de los bienes que los demás no tienen: contra esas injusticias ganaron los Castro Ruz, hace cincuenta y tantos años, una guerra; así justificaron, desde entonces, un sistema de penurias y control extremo.

    En 1953, cuando lo juzgaron por el asalto al cuartel que marcaría su entrada en la escena política, Fidel Alejandro Castro Ruz proclamó, famosamente, que la historia lo absolvería. Sonaba seguro; quizá no imaginó que la historia terminaría acusándolo de haber convertido las ilusiones de cambio de millones en esta realidad triste que es la República de Cuba.

    Inocente o culpable, Castro ya entró en la Historia. Su muerte es lo único que le faltaba a este 2016 para que quedara claro que es el año en que muchas cosas —muy pocas buenas— parecen empezar. Su muerte, también, acaba con los últimos estertores de una idea de la revolución que se hundió en su autoritarismo, en su desconfianza de aquellos que decía representar. Ya no quedan símbolos que impidan terminar de desecharla y empezar a buscar la que viene: las formas de hacer un mundo mejor que realmente sea mejor y no necesite, para tratar de serlo, que un monarca las monopolice.

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  18. El abismo entre Castro y Fidel
    Por CARLOS MANUEL ÁLVAREZ

    Sus manos son muy blancas y sus dedos son largos, como de brujo. Sus dientes son amarillos. Yo tengo diez años —1999 o 2000— y estoy muy nervioso: de pie frente a un micrófono, él frente a otro. Miro su uniforme, sus botas y su zambrán. Él me pregunta qué quiero ser de grande y le digo, por decir algo, que médico. Él se alegra. Le gustan los médicos. Es lo que más le gusta. Es su carta de presentación.

    Estamos en televisión, en cadena nacional para todo el país. Hablamos un par de minutos. El resto de los pioneros escucha con atención. También las maestras. Las maestras tienen el mal gusto de reprender si uno dice algo fuera de tono delante de las visitas. Pero yo no digo nada demasiado atrevido. Luego me abraza y creo que me besa. Lo quiero mucho, tanto.

    Pasan los años, es 31 de julio de 2006, estoy en la sala de mi casa y se interrumpe la programación televisiva. Un presentador hosco anuncia que Fidel Castro se ha enfermado y que su vida peligra. Mi padre me acompaña. Mi padre ha hecho un largo recorrido para llegar a esta noche. Creció en una casa de guano con piso de tierra, se fue a Angola de misión internacionalista, se graduó de Medicina y ahora fuma, aplasta el tabaco en el cenicero, se hunde en el asiento y llora.

    La imagen es impresionante porque lo único que se mueve en su cuerpo son las lágrimas. Todo él un músculo tieso, comprimido, que de repente se empieza a desbordar, como un corte mínimo y elegante en la piel. Yo intento imitarlo. Hago pucheros, pero no hay nada en mí que tenga que ser vertido. Me mojo los dedos con saliva y me embarro los lagrimales con disimulo.

    Nadie como Fidel Castro logró abrir una distancia tan insondable entre su nombre y su apellido, entre las cargas semánticas de ambos. Partió su país a la mitad, y hubo gente que se cobijó en su nombre, hubo gente que se exilió en su apellido, y hubo gente que se fue por el despeñadero. Yo vengo de ahí, de esa fractura.

    En noventa años tuvo muchas muertes y sobrevidas. Fue, sucesiva y a veces simultáneamente, el guerrillero romántico, el nacionalista revolucionario, el campeón del pueblo, el líder carismático y mesiánico, el estadista audaz, el marxista convencido, el caudillo latinoamericano de fusta y espuela, el estalinista feroz, el dictador megalómano.

    Aquella noche de 2006, moría el peor Fidel Castro de todos, un gobernante obstinado y diletante, y nacía el más inofensivo, una sombra decrépita que se gastó los últimos diez años de vida física trazando —con la misma voluntad de hierro de todas sus empresas— la caricatura de sí mismo, publicando panegíricos y galimatías tragicómicos en las páginas de la prensa nacional.

    Ese es el Fidel Castro de mi vida adulta, un sujeto que en la discusión de su legado no puntúa. No hay pathos en nuestra relación, aunque a mis diez años él me haya hecho creer que sí y aunque así lo hubiera querido yo en 2006. Todo el mundo va a enterrar ahora al Fidel Castro que siente, que debe y que quiere enterrar. Pero lo único que ha muerto —muertas ya todas las figuras anteriores— es el anciano consumido y encorvado, con los ojos hundidos, la mirada vidriosa y el peso insoportable de sus cadáveres encima.

    Esto quizás pueda entenderse como un pulso generacional. Visto el odio o el amor que es capaz de despertar, y sabiendo por mi cuenta cómo huelen el amor o el odio, sé que estuvimos muy lejos de ese punto. Los sentimientos que Fidel Castro me inspira son diluidos, volátiles, ropa de segunda mano. Me inspiran más bien las reacciones de las personas a las que Fidel Castro les inspiró algo: la rabia preciosa de Reinaldo Arenas, las lágrimas hondas de mi padre.

    He vivido el fin de un régimen, y nadie que verdaderamente haya creído alguna vez en la Revolución justiciera puede decir, si es honesto, que esta catástrofe es su legado. El silencio de La Habana, el primer día del después, es proverbial. La alegría de Miami es predecible. Ambas son obras suyas. Es profundamente desolador, pero también significativo, que después de tanto Cuba se encuentre en estado tribal, sin nada edificante que decirse a sí misma y sin deseos tampoco de decírselo.

    Fidel Castro, que fue muchas cosas —incluso, en los últimos años, su reverso—, ha zarpado definitivamente este 25 de noviembre de 2016, justo 60 años después de que el yate Granma zarpara de las costas de Tuxpan, México. Si la profecía se cumple, va a pasar siete días en el mar de la muerte, y luego tocará tierra en algún lugar.

    Carlos Manuel Álvarez es periodista cubano.

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  19. La Revolución vista por tres generaciones en Cuba
    La muerte de Fidel Castro ha desatado la discusión sobre su legado e influencia para los cubanos. Los testimonios de la familia Montes permiten vislumbrar las críticas y las esperanzas de esa sociedad en el futuro próximo.

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  20. ¿Cambios en Cuba?

    La desaparición física de Fidel Castro es vista, por no pocos observadores políticos, como el comienzo de un cambio en Cuba, gobernada desde el 1° de enero de 1959 por la familia Castro.
    Y decimos la familia porque de aquella galería de personajes que bajó de la Sierra Maestra una vez derrocado el otro dictador, Fulgencio Batista, muy pronto fueron borrándose la mayoría. Camilo Cienfuegos, Huber Matos, el propio Ernesto “Che” Guevara, por una razón o por otra fueron distanciándose del Gobierno instalado en La Habana. Cienfuegos murió en un accidente de aviación nunca aclarado, el “Ché”, por diferencias radicales con Fidel, prefirió dedicarse a “exportar” la revolución. Matos, por reprobar frontalmente el giro comunista que los hermanos Castro imprimieron al Gobierno, fue enjuiciado por traición, purgó 20 años de cárcel y finalmente se exilió en Miami en donde murió. Tras la “presidencia” de Osvaldo Dorticós Torrado, que duró 17 años, los Castro hicieron aprobar una Constitución que eliminaba la antigua figura de la presidencia de la República y la reemplazaba por la Asamblea Nacional del Poder Popular de donde emana todo el poder político. A partir de entonces (1976), los hermanos se quedaron con la presidencia del Consejo de Estado, vértice de la pirámide organizacional del gobierno comunista en Cuba. Fidel reinó por 32 años Raúl ya va mpor los ocho.

    ¿Qué puede cambiar en Cuba? Quien puede saberlo. Algunas reformas concedieron la propiedad a pequeños agricultores lo cual les ha permitido salir en parte del colectivismo koljosiano que los ahogaba y organizarse en verdaderas cooperativas que ya producen el 60% de la comida de los cubanos. Eso y algunos experimentos de capitalización de empresas públicas no han logrado sacar a la economía cubana de su atraso tecnológico y organizacional. Cuba sigue siendo una dictadura de partido único, oposición política prohibida, sin libertad de prensa y con un acceso muy restringido y vigilado a las tecnologías de la información y la comunicación. Raúl Castro seguirá siendo elegido por la Asamblea mientras tenga salud y no hay, al menos que se conozca, un “plan B” para la sucesión. Es recordadoel caso del excanciller Roberto Robaina, expulsado ignominiosament del Partido Comunista por alta traición. ¿Causa? Atreversea hablar de la “transición postcastrista”, aunque todos dicen que a Robaina y a un coetáneo suyo, Felipe Pérez Roque, también Canciller, los mató el aplausómetro, es decir, la creciente popularidad que iban cimentando en las nuevas generaciones. Y ya se sabe quepara un dictador no hay enemigo más peligroso que una figura carismática creciendo a su sombra. La muerte de Fidel tal vez no cambie gran cosa el presente y el futuro de Cuba, en donde hay debate de ideas siempre que éstas no se salgan del container de la revolución, que con sus 57 años, ya exhibe rasgos de una avanzada ancianidad.

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  21. Se fue el más admirado y el más odiado

    Alberto Acosta Garbarino,

    Aunque pensaba escribir sobre otro tema, la noticia de la muerte de Fidel Castro, por su importancia, me obliga a analizar su trayectoria política.

    La muerte de Castro es muy importante, porque es el final de un líder político singular que se había convertido en un mito viviente y en símbolo de la lucha, contra el imperialismo norteamericano y las oligarquías latinoamericanas, y a favor de la justicia social, de los pobres y de los excluidos.

    Ha sido un líder político singular, porque en la historia de América Latina no había existido antes y no creo que exista más adelante, una persona que pueda convertir a una pequeña isla caribeña en el epicentro de la confrontación mundial entre el capitalismo y el comunismo; una persona que pueda enfrentarse abiertamente a la superpotencia de los Estados Unidos y consiga sobrevivir durante cincuenta años; una persona que desde la pequeña Cuba haya podido convertirse en el inspirador, el organizador, el financiador y el santuario, de casi todos los movimientos de izquierda latinoamericanos.

    Nos guste o no, ha sido un líder de una personalidad excepcionalmente carismática, que tuvo una presencia determinante en la historia de nuestra región en las últimas décadas.

    Como un líder directo durante las décadas de los sesenta a los ochenta, y como un líder indirecto desde los noventa, inspirando y apoyando el movimiento bolivariano liderado por Hugo Chávez.

    Toda esta historia lo convirtió en un líder amado e idolatrado por millones de personas de todo el mundo; pero también en un líder odiado y denostado, por otras millones de personas de todo el mundo.

    Odiado por un importante sector de la población cubana que había visto cómo la Revolución Castrista los perseguía, los torturaba, los encarcelaba y los asesinaba, bajo la única acusación de ser antirrevolucionarios.

    Por ese motivo, millones de cubanos dejaron su patria y se exiliaron en los Estados Unidos. En los primeros años consiguieron salir en avión y en las últimas décadas salían en botes y en pequeñas embarcaciones, arriesgando sus vidas en búsqueda de libertad y de progreso.

    Como consecuencia de este exilio masivo, familias enteras quedaron divididas y miles de personas murieron lejos de su tierra sin poder volver a ver la Cuba donde nacieron y a los familiares que allí dejaron.

    Pero también ha sido odiado por millones de personas en América Latina, que vieron morir a sus compatriotas por causa de las diferentes guerras de liberación nacional, como las de Nicaragua y El Salvador, inspirados en la Revolución cubana o los diferentes movimientos subversivos, como los de Argentina y Perú, donde los guerrilleros fueron entrenados y financiados desde La Habana.

    En el Paraguay, durante la dictadura de Alfredo Stroessner, la figura de Fidel Castro representaba la imagen misma del guerrillero y del comunista. Los que vivimos nuestra juventud en esa época, conocimos el temor que tenían nuestros familiares a que nos ocurra algo, por el solo hecho de usar barba y el cabello largo.

    Creo que la presencia real del castrismo en la vida de los paraguayos no ha sido relevante, porque los pocos y débiles movimientos armados que intentaron socavar el poder de Stroessner fueron salvajemente exterminados y no pusieron en ningún momento en peligro su régimen. La figura de Fidel Castro fue más bien un pretexto utilizado por el stronismo para justificar la represión a los opositores.

    Con la muerte de Fidel se cierra una etapa de la historia latinoamericana, donde su figura fue trascendental durante el periodo de la Guerra Fría y fue muy importante durante el periodo de la Revolución Bolivariana.

    La Guerra Fría terminó en 1991 con la desintegración de la Unión Soviética; la Revolución Bolivariana terminó en el 2013 con la muerte de Hugo Chávez, y esta etapa de nuestra historia, termina hoy con la muerte de Fidel Castro.

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  22. Fidel Castro, obituario urgente

    Por Carlos Alberto Montaner (*)

    Fidel Castro ha muerto. ¿Qué leyenda de 10 palabras hay que poner en su lápida? “Aquí yacen los restos de un infatigable revolucionario-internacionalista nacido en Cuba”. Me niego a repetir los detalles conocidos de su biografía. Pueden leerse en cualquier parte. Me parece más interesante responder cuatro preguntas clave.

    ¿Qué rasgos psicológicos le dieron forma y sentido a su vida, motivando su conducta de conquistador revolucionario, cruce caribeño entre Napoleón y Lenin?

    Era inteligente, pero más estratega que teórico. Más hombre de acción que de pensamiento. Quería acabar con el colonialismo y con las democracias, sustituyéndolas por dictaduras estalinistas. Fue perseverante. Voluntarioso. Audaz. Bien informado. Memorioso. Intolerante. Inflexible. Mesiánico. Paranoide. Violento. Manipulador. Competitivo al extremo de convertir el enfrentamiento con Estados Unidos en su leitmotiv. Narcisista, lo que incluye histrionismo, falta total de empatía, elementos paranoides, mendacidad, grandiosidad, locuacidad incontenible, incapacidad para admitir errores o aceptar frustraciones, junto a una necesidad patológica de ser admirado, temido o respetado, expresiones de la pleitesía transformadas en alimentos de los que se nutría su insaciable ego. Padecía, además, de una fatal y absoluta arrogancia. Lo sabía todo sobre todo. Prescribía y proscribía a su antojo. Impulsaba las más delirantes iniciativas, desde el desarrollo de vacas enanas caseras hasta la siembra abrumadora de moringa, un milagroso vegetal. Era un cubano extraordinariamente emprendedor. El único permitido en el país.

    ¿Cómo era el mundo en que se formó?

    Revolución y violencia en su estado puro. Fidel creció en un universo convulso, estremecido por el internacionalismo, que no tomaba en cuenta las instituciones ni la ley. Su infancia (n. 1926) tuvo como telón de fondo las bombas, la represión y la caída del dictador cubano Gerardo Machado (1933). Poco después, le llegaron los ecos de la Guerra Civil española (1936-1939), episodio que sacudió a los cubanos, especialmente a alguien, como él, hijo de gallego. La adolescencia, internado en un colegio jesuita dirigido por curas españoles, fue paralela a la Segunda Guerra (1940-1945). El joven Fidel, buen atleta, buen estudiante, seguía ilusionado en un mapa europeo las victorias alemanas. El universitario (1945-1950) vivió y participó en las luchas a tiros de los pistoleros habaneros. Fue un gangstercillo. Hirió a tiros a compañeros de aula desprevenidos. Tal vez mató alguno. Participó en frustradas aventuras guerreras internacionalistas. Se enroló en una expedición (Cayo Confites, 1947) para derrocar al dominicano Trujillo. Era la época de la aventurera “Legión del Caribe”. Durante el bogotazo (1948), en Colombia, trató de sublevar a una comisaría de policías. Los cubanos no tenían conciencia de que el suyo era un país pequeño y subdesarrollado. Como “Llave de las Indias” y plataforma de España en el Nuevo Mundo, los cubanos no conocían sus propios límites. Esa impronta resultaría imborrable el resto de su vida. Sería, para siempre, un impetuoso conspirador dispuesto a cambiar el mundo a tiros. No en balde, cuando llegó a la mayoría de edad se cambió su segundo nombre, Hipólito, por el de Alejandro.

    ¿En qué creía?

    Fidel aseguró que se convirtió en marxista-leninista en la universidad. Probablemente. Es la edad y el sitio para esos ritos de paso. El marxismo-leninismo es un disparate perfecto para explicarlo todo. Es la pomada china de las ideologías. Fidel tomó un cursillo elemental. Le bastaba. Le impresionó mucho ¿Qué hacer? el librito de Lenin. Incluso, los escritos de Benito Mussolini y de José Antonio Primo de Rivera. No hay grandes contradicciones entre fascismo y comunismo. Por eso Stalin y Hitler, llegado el momento, cogiditos de mano, pactaron el desguace de Polonia. Los comunistas cubanos, como todos, eran antiyanquis y estaban convencidos de que los problemas del país derivaban del régimen de propiedad y de la explotación imperialista auxiliada por los lacayos locales. Fidel se lo creyó. Sus padrinos ideológicos fueron otros jóvenes comunistas: Flavio Bravo y Alfredo Guevara. Fidel no militó públicamente en el pequeño Partido Socialista Popular (comunista), pero su hermano Raúl, apéndice obediente, sí lo hizo. Allí se quedó en prenda hasta el ataque al cuartel Moncada (1953). Fidel se reservó para el Partido Ortodoxo, una formación socialdemócrata con opciones reales de llegar al poder que lo postuló para congresista. Batista dio un golpe (1952) y Fidel se reinventó para siempre, con barba y uniforme verde oliva encaramado en una montaña. Era su oportunidad. Había nacido el comandante. El máximo líder. Solo se quitó el disfraz cuando lo sustituyó por un extravagante mameluco deportivo marca Adidas.

    ¿Cuál es el balance de su gestión?

    Desastroso. Les prometió libertades a los cubanos, los traicionó y calcó el modelo soviético de gobierno. Acabó con uno de los países más prósperos de América Latina y diezmó y dispersó a la clase empresarial, pulverizando el aparato productivo. Tres generaciones de cubanos no han conocido otros gobernantes durante cincuenta y tantos años de partido único y terror. Extendió la educación pública y la salud, pero ese dato lo incrimina aún más. Confirma el fracaso de un sistema con mucha gente educada y saludable incapaz de producir, hambrienta y entristecida por no poder vivir siquiera como clase media, lo que los precipita a las balsas. Fusiló a miles de adversarios. Mantuvo en las cárceles a decenas de miles de presos políticos durante muchos años. Persiguió y acosó a los homosexuales, a los cultivadores del jazz o el rock, a los jóvenes de pelo largo, a quienes escuchaban emisoras extranjeras o leían libros prohibidos. Impuso un macho feroz y rural como estereotipo revolucionario. El 20% de la sociedad acabó exiliada. Creó una sociedad coral dedicada públicamente a las alabanzas del jefe y de su régimen. Por su enfermiza búsqueda de protagonismo, miles de soldados cubanos resultaron muertos en guerras y guerrillas extranjeras dedicadas a crear paraísos estalinistas o a destruir democracias como la uruguaya, la venezolana o la peruana de los años sesenta. Carecía de escrúpulos políticos. Se alió a Corea del Norte y a la Teocracia iraní. Apoyó la invasión soviética a Checoslovaquia. Defendió a los gorilas argentinos en los foros internacionales. El 90% de su tiempo lo dedicó a jugar a la revolución planetaria. Deja un país mucho peor del que lo recibió como a un héroe. La historia lo condenará. Es cuestión de tiempo.

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