El evangelio del domingo: Entre Dios y los ídolos

Esta es la quinta y última parte del discurso sobre el Pan de Vida, que es la Eucaristía, que Jesús proclamó en Cafarnaúm. Después de escuchar lo que él había dicho, muchos se alejaron diciendo que esta revelación es muy dura, que no se puede aceptar, y prefirieron seguir a otros señores.

Por ello brota la disyuntiva: elegir a Dios o elegir a los ídolos. Es un desafío sumamente actual, porque nosotros terminamos haciendo esta misma opción, de modo más consciente o más inconsciente. Inconsciente en el sentido de que, además de nuestros problemas personales, podemos ser manipulados por los mass media y por las capciosas ideologías que estallan alrededor de nosotros.

Es ingenuidad sostener que reverenciar a un santo, a través de su imagen, sea algo parecido con idolatría, pues esta es mucho más profunda.

Afirma el Catecismo: “La idolatría no se refiere solo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc.”. (N° 2113).

El ídolo más grande que cada uno tiene es uno mismo, la egolatría y el complejo de superioridad en relación con los demás. Junto con este, el dinero y el poder siempre han sido ídolos para el ser humano.

Sin embargo, hay ídolos modernos, como el consumismo, la manía de llenarse de superfluos para lucirse o creyendo que ahí encontrará la felicidad. La tecnología es otro, pues uno espera su liberación por obra de aparatos, que, aunque fascinantes, son solamente cosas. La adoración desmedida hacia cantantes o futboleros. Algo llamativo es el derretimiento hacia las mascotas: uno se dedica más a su mascota que a un semejante vulnerable.

Por eso Jesús no se cansa de enseñarnos que el Espíritu es el que da la vida y que sus palabras son Espíritu y Vida, pero Él sabe que algunos de sus seguidores o, supuestos seguidores, no Le creen ni Le valoran.

Que la expresión de Pedro pueda ser también la nuestra: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.

Los ídolos son tiránicos y esclavizan, tengan la forma linda que tengan, en cuanto la docilidad al precepto de Jesucristo nos llena de salud y entusiasmo.

Paz y bien.

Por Hno. Joemar Hohmann, franciscano capuchino

4 comentarios en “El evangelio del domingo: Entre Dios y los ídolos”

  1. Señor, aumentanos la fe (Jn 6,60-69)
    Semana XXI del Tiempo Ordinario – 23 de agosto de 2015

    La enseñanza que Jesús expuso en la sinagoga de Cafarnaúm sobre el Pan de Vida produjo una crisis profunda entre sus seguidores. Ese momento quedó registrado en la mente del evangelista como un punto de quiebre en la adhesión a Jesús: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”. En esa ocasión las palabras de Jesús pusieron en evidencia quién tenía fe en él y quién lo buscaba sólo por intereses humanos.

    Después de la multiplicación de los panes, con los cuales Jesús sació a una multitud, el entusiasmo fue tan grande que “intentaban tomarlo por la fuerza para hacerlo rey” (Jn. 6,15). Pero él advertía que ese entusiasmo no era fruto de la fe, sino que estaba basado en motivos materiales: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre” (Jn. 6,26-27). La multiplicación de los panes había que tomarla como un signo de aquel otro pan que él les daría. El discurso que sigue aclara cuál es ese pan.

    Quedará en evidencia quiénes son los que buscan a Jesús sólo por el alimento perecedero y quienes son los que lo buscan porque creen que él les dará ese pan de vida eterna. Tres afirmaciones de Jesús permitieron discernir a unos y otros: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo… El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo… si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros”. Después de cada una de esas afirmaciones lo abandonaba una parte de sus seguidores. Ellas permiten también hoy a cada uno de nosotros examinar su fe en Cristo. Al final quedaron sólo los Doce.

    La reacción no era de abierto rechazo; tampoco tenían la humildad de pedir aclaración. La reacción está caracterizada por la “murmuración”, es decir, por esa actitud de resistencia y disensión disimulada. Pero Jesús lo percibe: “Sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: ‘¿Esto os escandaliza?’”. Nadie responde; se produce un silencio reticente. Jesús sigue explicando: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida”. Nuevo silencio. Nadie reacciona, porque ya tenían tomada la decisión de alejarse de él. Jesús entonces concluye: “Hay entre vosotros algunos que no creen”.

    Esta situación es semejante a la producida cuando presentaron a Jesús un paralítico para que lo curara. Jesús dijo al paralítico: “Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”, y algunos de los presentes murmuraban considerándolo una blasfemia. Entonces Jesús, conociendo sus pensamientos, dice: “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice entonces al paralítico-: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mt. 9,6). Él se levantó y se fue a su casa. Esa curación fue un signo del perdón concedido. De esta misma manera, en la multiplicación de los panes había que ver un signo del pan de vida eterna que Jesús prometía y creer en él.

    Todos vieron la multiplicación de los panes y todos se saciaron de ese pan. Pero no todos vieron el signo. El IV Evangelio narra sólo siete signos, pero en su conclusión aclara: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn. 20,30-31). Los signos fueron hechos para suscitar la fe en Jesús y en su poder salvador. Todos ven el hecho milagroso; pero unos creen y otros no. ¿De qué depende? Responderemos con las palabras de Jesús: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado… Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae…” (Jn. 6,29.44). Creer en Jesús es “la obra de Dios” y seguir a Jesús responde a una elección de Dios. Es lo mismo que Jesús reitera ahora: “Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre”. Recogiendo esta declaración, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él” (N. 153). Por eso nuestra oración humilde debería ser siempre esta: “Señor, auméntanos la fe” (Lc. 17,6); “Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad” (Mc 9,24).

    El evangelista observa: “Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar”. Los que no creen ya se han ido. Pero permanecía el que lo iba a entregar. El evangelista subraya horrorizado que éste era “¡uno de los Doce!” (Jn. 6,71). Jesús ahora se vuelve a los Doce, que son los únicos que permanecen, y les pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?”. La pregunta va dirigida a todos; pero en nombre de todos responde uno que representa a todos: Pedro. Su respuesta es magnífica: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Dos cosas los retienen junto a Jesús: por un lado, mientras los demás tienen palabras efímeras que sirven sólo para esta vida terrena, Jesús tiene palabras que no pasan y que comunican la vida eterna; por otro lado, ellos creen -y por eso saben- que Jesús es el “Santo de Dios”. Esta expresión puede traducirse como “consagrado de Dios” y designa al Ungido de Dios, es decir, al Cristo. Cuando Pedro fue llamado por su hermano Andrés, éste le dijo: “Hemos encontrado el Mesías, que quiere decir Cristo” (Jn. 1,41). Y Pedro creyó. En él se realizó “la obra de Dios”; él fue atraído hacia Jesús por el Padre. Él merece esta bienaventuranza: “Dichoso eres Pedro porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt. 16,17).

    + Felipe Bacarreza Rodríguez

    Obispo de Santa María de Los Ángeles (Chile)

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  2. Papa Francisco: ¿Quién es Jesús para mi?

    23 de ago de 2015
    Es la pregunta-reflexión que ha dejado el Pontífice a los fieles, estas son las palabras completas.
    Angelus with Pope Francis

    «Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

    Concluye hoy la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, con las palabras sobre el ‘Pan de la vida’, pronunciadas por Jesús, al día siguiente del milagro de la multiplicación de los panes y peces.

    Al final de su sermón, el gran entusiasmo del día anterior se apagó, porque Jesús había dicho que era el Pan bajado del cielo y que daba su carne como alimento y su sangre como bebida, aludiendo así claramente al sacrificio de su misma vida. Estas palabras suscitaron desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías, no ‘exitosas’.

    Algunos miraban a Jesús como a un Mesías que debía hablar y actuar de modo que su misión tuviera éxito, ¡enseguida!

    ¡Pero, precisamente sobre esto se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías!

    Ni siquiera los discípulos logran aceptar ese lenguaje, lenguaje inquietante del Maestro. Y el pasaje de hoy cuenta su malestar: «¡Es duro este lenguaje! – decían – ¿Quién puede escucharlo?». (Jn 6,60)

    En realidad, ellos entendieron bien las palabras de Jesús. Tan bien que no quieren escucharlo, porque es un lenguaje que pone en crisis su mentalidad. Siempre las palabras de Jesús nos ponen en crisis; en crisis por ejemplo, ante el espíritu del mundo, a la mundanidad. Pero Jesús ofrece la clave para superar la dificultad; una clave hecha con tres elementos. Primero, su origen divino: él ha bajado del cielo y subirá allí donde estaba antes (v.62).

    Segundo, sus palabras se pueden comprender sólo a través de la acción del Espíritu Santo, Aquel que «da la vida» (v.63). Y es precisamente el Espíritu Santo el que hace comprender bien a Jesús.

    Tercero: la verdadera causa de la incomprensión de sus palabras es la falta de fe: «hay entre ustedes algunos que no creen». (v.64), dice Jesús. En efecto, desde ese momento, «muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo». (v.66) Ante estas defecciones, Jesús no hace descuentos y no atenúa sus palabras, aún más obliga a realizar una opción precisa: o estar con Él o separarse de Él, y dice a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». (v.67)

    Entonces, Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. (v.68) No dice: ‘¿dónde iremos?’, sino ‘¿a quién iremos?’. El problema de fondo no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es cuestión de fidelidad a una persona, con la cual nos enlazamos para caminar juntos por el mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras de vida eterna!

    Creer en Jesús significa hacer de Él el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el ‘pan vivo’, el alimento indispensable. Ligarse a Él, en una verdadera relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino ser profundamente libres, siempre en camino.

    Cada uno de nosotros puede preguntarse, ahora: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es un nombre, una idea, es un personaje histórico solamente? O es verdaderamente aquella persona que me ama, que ha dado su vida por mí y camina conmigo. ¿Para ti quién es Jesús? ¿Intentas conocerlo en su palabra? ¿Lees el Evangelio todos los días, un pasaje, del Evangelio para conocer a Jesús? ¿Llevas el Evangelio todos los días, en la bolsa, para leerlo, en todas partes? Porque cuanto más estamos con Él, más crece el anhelo de permanecer con él. Ahora les pediré amablemente, hagamos un momentito de silencio y cada uno de nosotros en silencio, en su corazón, se pregunte: ¿quién es Jesús para mí? En silencio, cada uno responda, en su corazón: ¿quién es Jesús para mí?

    Que la Virgen María nos ayude a ‘ir’ siempre a donde Jesús, para experimentar la libertad que Él nos ofrece, y que nos consiente limpiar nuestras opciones de las incrustaciones mundanas y de los miedos.»

    fuente: Radio Vaticana

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  3. «Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.» Jn 6, 63

    La conclusión del Cáp. 6 de San Juan, que nos ha hablado sobre la eucaristía y que meditamos en los domingos anteriores, nos presenta un momento muy particular vivido por los discípulos de Jesús. Ante las novedades que Jesús les enseñaba y también ante las exigencias para seguirlo, muchos de estos discípulos entraron en crisis y empezaron a abandonarlo. («Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él.» – Jn 6, 66)

    Jesús se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, de sus dudas y de sus murmuraciones y buscó hacerles entender que sus palabras, sus enseñanzas y sus propuestas no eran para eludir a nadie, ni tampoco para hacer sufrir a las personas, al contrario, lo que él quería era dar la vida verdadera a esta gente, era hacerles comprender la realidad del ser humano y la importancia de su relación con Dios. Los valores evangélicos, como el amor mutuo, el perdón, la fidelidad, la obediencia, la caridad, la renuncia. No quería ser un peso para las personas sino al contrario, una auténtica liberación del egoísmo, del odio, de la desconfianza, del orgullo y de la envidia.

    Desde que el hombre fue herido por el pecado original, alguna cosa se descompuso en nuestro interior. La maldad o el pecado nos parecen atrayentes. En el primer momento nos da mucha satisfacción, pero después nos deja un sabor amargo en la vida y despacito nos destruye. Y las cosas buenas, muchas veces, nos parecen de frente muy difíciles y exigentes. Por ejemplo: cuando alguien por algún motivo nos hiere, de forma súbita, la alternativa que nos viene en forma natural es vengarnos. La venganza parece que nos da un placer inmediato muy grande. El perdón, al contrario, nos parece una cosa más difícil. Nos cuesta mucho más, significa renunciar al «derecho» de vengarnos. Pero, si conseguimos mirar más allá de lo inmediato, descubrimos que la venganza nos roba algo de la vida, nos corroe por dentro, nos hace menos hombres, al paso que el perdón, nos humaniza, nos pacifica, nos armoniza. Es por eso que Jesús insiste: «Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.» Aunque parezca un poco difícil al principio, es solamente cuando asumimos sus palabras como un programa para nuestras vidas que descubrimos lo que realmente significa vivir, ser libres y amar intensamente.

    Es verdad que su mensaje es exigente y nos desafía cada día presentándonos situaciones siempre más fuertes. Pero asumir el evangelio es entrar en un profundo proceso de humanización en el que podemos construirnos despacito, venciendo las inclinaciones naturales con las sugerencias del Espíritu. No puedo dejar de recordar algunos lindos ejemplos de personas que asumieron este proceso como: Francisco y Clara de Asís, Juan de la Cruz y Teresa D’Avila, Charles de Foucault y Madre Teresa de Calcuta. Ellos fueron personas que supieron pautar la vida con la fuerza del espíritu que nos regala las palabras de Cristo.

    Jesús nos deja libres de hacer nuestra opción personal. De hecho hasta a sus discípulos les preguntó: «¿También vosotros queréis marcharos?» En aquel entonces, Simón Pedro le dio una respuesta muy linda que tal vez nos puede también hoy ayudar: «¿Señor, a quien vamos a ir? Solo tú tienes palabras de vida eterna.»

    El Señor te bendiga y te guarde,
    El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
    El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.
    Hno. Mario, Capuchino

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  4. domingo 23 Agosto 2015

    Vigésimo primer Domingo del tiempo ordinario

    Libro de Josue 24,1-2a.15-17.18b.
    Josué reunió en Siquém a todas las tribus de Israel, y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus escribas, y ellos se presentaron delante del Señor.
    Entonces Josué dijo a todo el pueblo: «Así habla el Señor, el Dios de Israel: Sus antepasados, Téraj, el padre de Abraham y de Najor, vivían desde tiempos antiguos al otro lado del Río, y servían a otros dioses.
    Y si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: si a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes ahora habitan. Yo y mi familia serviremos al Señor».
    El pueblo respondió: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses.
    Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud, a nosotros y a nuestros padres, y el que realizó ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios. El nos protegió en todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por donde pasamos.
    Además, el Señor expulsó delante de nosotros a todos esos pueblos y a los amorreos que habitaban en el país. Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que él es nuestro Dios.

    Carta de San Pablo a los Efesios 5,21-32.
    Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo.
    Las mujeres deben respetar a su marido como al Señor,
    porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo.
    Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido.
    Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella,
    para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra,
    porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada.
    Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo.
    Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia,
    por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo.
    Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne.
    Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia.

    Evangelio según San Juan 6,60-69.
    Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?».
    Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza?
    ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes?
    El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida.
    Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar.
    Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede».
    Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo.
    Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?».
    Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna.
    Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».

    Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.

    Leer el comentario del Evangelio por :

    San Juan Pablo II (1920-2005), papa
    Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 18-19 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)

    “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna” (Jn 6,54)

    Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte ».

    La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.

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